Miércoles, 27 de julio de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Luis Bruschtein
En algunos sectores del peronismo ortodoxo genera cierta inquietud cuando se habla mucho de Evita. No porque no la quieran, sino porque piensan que hablar mucho de Evita es hablar poco de Perón y recelan de una especie de puja entre “evitistas” y “peronistas”. Es una mirada de alguien de más de sesenta años. Si existe esa discusión es para esa franja de edad. El imaginario de una sociedad no es una fotografía, sino un universo en movimiento permanente.
Evita fue la más querida y la más odiada. Fue confrontativa, feroz con sus enemigos, que la odiaban con la misma pasión. Los “oligarcas” y “gorilas” –en el lenguaje de la época– la odiaban más que a Perón, que era el gobernante, el político, de alguna manera, el que tenía que encauzar esa energía. La historia del odio contra Evita ilustra mucho el pensamiento del antiperonismo, expone las miserias de fondo de una cultura que se impuso tras el golpe del ‘55 y se sostuvo varias décadas sobre la base de la negación física del otro en una sociedad asentada en la violencia. La forma en que los antiperonistas ocultaron su cadáver, lo sacaron de Argentina y lo llevaron de un país a otro tiene un aire de familia con el odio que produjo más tarde a los desaparecidos.
Ponerse del lado de los humildes, despreciar a los poderosos, romper esquemas culturales, paradigmas de sometimiento y estructuras cerradas en la sociedad machista, colonizada y excluyente de la Argentina de los años ’40, fue ponerse a la cabeza de una verdadera revolución como mujer. El pasaje de Evita por esos seis últimos años de su vida fue una tormenta que trastrocó el sentido común y resignificó a pura energía palabras como “mujer”, “justicia”, “rebelión” o “descamisados”.
Tras su muerte, se convirtió en símbolo de radicalidad. Por recordarla nadie fue menos peronista. Las dos figuras, las de Perón y Evita, estaban en el lugar que ellos mismos habían jugado: la energía llameante y el líder político. Siempre fueron lugares diferentes, pero Evita era el símbolo de la lucha, de la confrontación inclaudicable, de la consecuencia desinteresada.
En otro momento de la Argentina, con esos antecedentes, hacer una estatua de Evita hubiera sido un acto de provocación. Poner esos perfiles en el viejo Ministerio de Obras Públicas directamente podría haber sido la causa de levantamientos militares y hasta golpes de Estado. Tras el golpe del ’55 había un loco, un enfermo de odio antiperonista, que se hacía llamar “capitán Gandhi”, que tenía una calavera escondida y aseguraba que era la de Juancito Duarte, el hermano de Evita. Esa gente hubiera sido capaz de asesinar en masa para impedir los perfiles que se instalaron en la 9 de Julio. El capitán Gandhi era un hombre respetado por los medios de la época y por el sentido común post ’55. El hombre murió hace mucho, seguramente sin llegar a imaginar que la sociedad en su conjunto haría un reconocimiento histórico tan importante a Evita, a la que odiaba hasta el desvelo.
Los perfiles fueron inaugurados ayer por la presidenta Cristina Kirchner y nada prefigura que vaya a haber golpes de Estado y hasta la Sociedad Rural, desde donde provenía el odio más concentrado hacia ella, parece resignada a aceptar el homenaje.
El acto de ayer fue además una expresión de la forma en que funcionan algunos mecanismos subterráneos de la historia y la memoria colectiva o por lo menos la culminación visible de esos procesos tan impredecibles. Nadie hubiera imaginado que justamente la imagen de Evita terminaría por ser asumida por la mayoría de la sociedad, incluso por gran parte de aquella que no se considera peronista. Ni siquiera la Sociedad Rural se animaría ahora a poner reparos a la proyección histórica de Evita. La podrán discutir, pero no la pueden devaluar. Perón quedó indiscutiblemente incorporado como un gran protagonista de la historia moderna argentina. Pero Evita fue convertida, generación tras generación, en un icono del progreso social en la historia del país. Forma parte de la identidad cultural de los argentinos.
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