EL PAíS
Todos debieron renunciar y Menem no fue la excepción
Desde Alfonsín y Chacho, hasta Rodríguez Saá y De la Rúa tuvieron que renunciar. El sistema político ha convertido una decisión extrema en un acto inevitable de la política.
Por Luis Bruschtein
Todos renuncian, lo hicieron Raúl Alfonsín y Chacho Alvarez, Fernando de la Rúa, Adolfo Rodríguez Saá y ahora le tocó a Carlos Saúl Menem. No todas han sido iguales, y menos esta última de Menem, cargada de rencor y especulación política, pero en otros países no renuncia nadie y aquí renuncian todos. En Argentina pasamos del ciclo de los golpes militares al de las renuncias. Al punto que, como demostró Menem, dejó de ser una decisión de última instancia para convertirse en una herramienta vulgar de la acción política para golpear al adversario. Como la consecuencia bastarda de un sistema político limitado, la renuncia se ha convertido en el emblema distintivo de este ciclo histórico del país.
Con excepción de Fernando Collor de Mello en Brasil, es imposible recordar otra renuncia similar en cualquier país de América latina en los últimos 30 años. Los presidentes no renuncian en otros países. Y en todo el planeta nunca han renunciado a la segunda vuelta los candidatos que ganaron la primera. El primero que lo hace es Menem.
“El espacio para la acción del gobierno en funciones se encuentra demasiado acotado para enfrentar con probabilidades de éxito problemas en los que cualquier demora acarreará mayores padecimientos para todos”, decía la renuncia de Alfonsín, fechada el 30 de junio de 1989 y aceptada por la Asamblea Legislativa el 8 de julio de ese año. La hiperinflación y el desgaste del gobierno habían llevado a Raúl Alfonsín a renunciar seis meses antes de finalizar su mandato. Menem fue impiadoso. “Son incapaces de gobernar, ni siquiera pueden terminar su mandato.”
“Presento mi renuncia indeclinable a la vicepresidencia para poder decir con libertad lo que siento y lo que pienso y, al mismo tiempo, para no perjudicar al Presidente y alterar la vida institucional”, decía Chacho Alvarez en su discurso de renuncia el viernes 6 de octubre de 2000 en el Hotel Castelar. El presidente Fernando de la Rúa había confirmado en su gabinete a dos de los funcionarios más comprometidos en las denuncias por corrupción en el Senado, Alberto Flamarique y Fernando de Santibañes. En ese discurso, Alvarez prometió seguir la lucha, pero le pidió a su fuerza política, el Frepaso, que siguiera apoyando a De la Rúa.
El Presidente se limitó a decir que “no hay crisis ni problemas, el pueblo nos eligió y hay que cumplir hasta el fin los mandatos”. Menem fue categórico: “Esta Alianza fue hecha contra Menem, no servía para gobernar”. El Presidente que había dicho que no había crisis ni problemas y que había que cumplir los mandatos renunció un año después. “Me dirijo a usted para presentarle mi renuncia como Presidente de la Nación. Mi mensaje de hoy para asegurar la gobernabilidad y constituir un gobierno de unidad fue rechazado por líderes del parlamentarios. Confío que mi decisión contribuirá a la paz social y a la continuidad institucional de la República”. De la Rúa seguía el camino de Alfonsín y Chacho Alvarez. Era el 20 de diciembre de 2001. Fuera de la Casa Rosada había una rebelión popular. La gente gritaba “que se vayan todos” y en su gran mayoría había sido votantes de la Alianza.
Asumió el presidente del Senado, Ramón Puerta, quien inmediatamente delegó el cargo en Adolfo Rodríguez Saá, quien después de una semana se fue a su provincia, San Luis, para presentar la renuncia a distancia, acusando a Eduardo Duhalde y José Manuel de la Sota de obligarlo a renunciar. Hay otros antecedentes históricos, como el del presidente Miguel Juárez Celman, que renunció en 1890 y fue reemplazado por Carlos Pellegrini, y el de Roberto Ortiz, que renunció en 1942 y fue reemplazado por su vice, Ramón Castillo.
Y también se podría hablar del renunciamiento de Evita y la renuncia del Che a la dirección de la revolución cubana para lanzar su campaña guerrillera en Bolivia, pero es evidente que estos dos casos fueron distintos, igual que la renuncia de Héctor J. Cámpora en 1973. Tampocotiene mucho sentido hablar de Juárez Celman o de Ortiz, que ocurrieron en los primeros 130 años de vida constitucional del país.
Lo cierto es que a partir de 1930 ningún presidente elegido en forma constitucional, con excepción del primer período del general Juan Perón, pudo terminar su mandato. Todos fueron cercenados por golpes militares hasta 1983. Y desde esa fecha en adelante, los principales protagonistas políticos han sido perseguidos por la sombra inevitable de la renuncia.
Se ha discutido mucho sobre golpes militares, sus causas y efectos. Y mientras se discutía, las renuncias se hicieron frecuentes. Podría decirse que han sido inevitables. Poco antes de renunciar él mismo, entre las acusaciones que disparó contra Kirchner, Menem agitó el fantasma de la renuncia. “No va a terminar su mandato” advirtió. Y después renunció. Pero todos los demás lo hicieron tras agotar otras instancias, en cambio Menem lo hizo por la mezquindad de evitar una derrota personal en las urnas. Y con eso transformó la renuncia en una herramienta de uso vulgar en política para golpear a los adversarios.
Después de tantas renuncias, era inevitable que eso pasara y fue lógico que Menem inaugurara esa práctica. Es inquietante, significativo, es destructivo que la renuncia sea el acto emblemático de los políticos en esta época. Todos dijeron que lo hicieron por la gobernabilidad y todas las renuncias se produjeron en situaciones distintas y no son asimilables. Pero todas, incluso la de Menem, tienen un rasgo en común: renunciaron cuando habían perdido el respaldo popular que los había llevado al protagonismo, o cuando no tuvieron la decisión de convocar ese respaldo para sostener la gobernabilidad. Todos concibieron la gobernabilidad como la búsqueda de consenso a través de negociaciones y acuerdos con otras fuerzas políticas, muchas veces a espaldas de la gente. La mayoría de las veces esas fuerzas eran de signo opuesto al del mandato original. A ninguno se le ocurrió incorporar a ese concepto de gobernabilidad la posibilidad de consultar al pueblo para revalidar el mandato original. Si la gobernabilidad exige que todos los dirigentes deban renunciar, evidentemente es un concepto que tiene muchos agujeros.