Jueves, 2 de mayo de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Adriana Puiggrós *
Las numerosas expresiones de la oposición acerca de la reforma judicial en tratamiento en el Congreso de la Nación (la mayor parte de ellas de tono acusatorio e insultante antes que argumentativo) refieren sentimientos profundos. Se destacan el deseo de que no vaya bien la economía del país, manifestado por el senador Sanz, y la amenaza del diputado Aguad: “Alguien tiene que tomar la decisión de parar este atropello”. No es conveniente prestar atención solamente a la estrategia política basada en el odio de la diputada Carrió, porque una antigua convicción antidemocrática surge de todas esas posturas. Entre las actitudes destituyentes que se registraron en la sesión de la Cámara de Diputados, donde se trató el tema del Consejo de la Magistratura, fue notable el intento de invalidación del voto positivo emitido por los diputados Alicia Comeli y Juan C. Forconi. Los opositores, indignados cada vez más con su propia impotencia a medida que transcurría la sesión y 130 votos sostenían la aprobación del proyecto, trataron de provocar la interrupción de la reunión. La cuestión no es menor: las minorías poderosas convocan a la violencia contra las instituciones cuando éstas son permeables a una voluntad popular que les es adversa. Como en tantos momentos de la historia argentina, en los cuales recurrieron a la ruptura del orden constitucional para imponerse contra el poder de las mayorías. La descalificación política de estas últimas fue sustentada por el diputado Gil Lavedra, el único opositor que desarrolló un discurso basado en argumentos teórico-políticos, aunque no carente de “chicanas” que lo desmerecieron. Más cerca de Gustave Le Bon que de Alexis de Tocqueville, el diputado y constitucionalista expuso el antagonismo clásico entre democracia (liberal) y gobierno de las mayorías. Un supuesto fuerte de esa argumentación es que cuando las mayorías acceden al poder, eliminan a las minorías. No reparó el diputado en su propio lugar, el de representante de la segunda minoría parlamentaria, que tiene voz y voto pues están funcionando plenamente las instituciones de la República, en este gobierno populista, apoyado en más del 54 por ciento de los votos. Otro supuesto es que las demandas populares son “inducidas por un proceso de sugestión en lugar de haber sido engendradas por razonamiento”, como escribió Le Bon.
La irritación profunda que produce a la oposición el ejercicio del gobierno por parte de la mayoría popular –aquí, en Venezuela, en Bolivia, en Brasil, en Uruguay, en Ecuador– obnubila a sus dirigentes para acordar “políticas de Estado” alternativas a las que rechazan. Pero la causa más fuerte de la dispersión de los sectores opositores son sus pactos corporativos, que los divorcian del interés general. Los compromisos particulares no se suman, no ceden lugar para constituir una unidad superior; se asocian circunstancialmente en contra del interés general, cuyo sustento institucional tratan de boicotear.
En cuanto a los 130 diputados de la bancada oficialista y los bloques aliados (la mayoría absoluta de la Cámara), lo más relevante es su alto y constante nivel de coincidencia en los fundamentos del proyecto nacional y popular, que se concretó, una vez más, en la decisión de avanzar en la democratización del Poder Judicial. Cuando las mayorías populares se hacen cargo del concepto de “democracia”, su aplicación se torna insoportable para quienes lo usaron en función de intereses privados. Pero proporciona al pueblo un instrumento poderoso para su liberación. Por eso, en palabras del diputado Agustín Rossi, “el desafío que tiene la democracia argentina es lograr que el interés general domine el interés corporativo”.
* Diputada nacional, presidenta del Frente Grande, en el Frente para la Victoria.
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