Sábado, 20 de julio de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Gastón Mazieres *
Hace no muchos años decíamos con énfasis, seguros de que afirmábamos una verdad absoluta, que la “familia” –y nos referíamos a mamá, papá, hijos, tíos, etcétera– conformaba el reducto, el lugar de encuentro, crecimiento y maduración donde los seres vivos, en nuestro caso humanos, nos agrupábamos para protegernos, recibir amor, comprensión, paz, en fin, vivir... Era lógico ser parte de una familia; cada uno de nosotros pertenecía a la suya y las normas, valores, orden, se aprendían e incorporaban allí. Pudimos así imaginar una sociedad en la que todas las familias formaban parte de un complejo entramado, de un mosaico, en el que se articulaban armoniosamente entre sí. Esta apoyatura familiar así imaginada era fundamental para el desarrollo de todo ser; quien no la poseía debería ser, seguramente dentro de una cierta lógica, un posible enfermo mental o con suerte un portador de una patología social, por lo menos mínima.
“Pobre, ¿cómo no va a tener tal afección si se crió sin familia?” o “Sus padres se separaron cuando era chico”. Qué mejor que poner fuera del sujeto, en ausencia de esa “familia clásica”, el origen, la causa y la responsabilidad de muchas desviaciones humanas. La institución “familia” debía tener tanta importancia por presencia como por su no existencia: si está, habrá salud; y si se carece de ella, tendremos una buena explicación de cualquier desviación mental o de conducta. Los psicoterapeutas, los legistas y los religiosos utilizamos durante varias generaciones esta simplista explicación que nos permitió depositar en esta “bolsa familiar” cuanta migaja de miseria humana apareciera.
No tuvo o no tiene familia... así se explica todo.
Era cierto también que la familia tradicionalmente imponía ideas, creencias y valores como verdades únicas y absolutas. Era lógico entonces pensar que había límites que marcaban una “privacidad” de la familia. En la actualidad, por influencia de los medios de comunicación, ya están demolidas estas paredes rígidas y la intimidad absoluta ha desaparecido. La información de la realidad social penetra en todos los hogares, incorporando cultura o incultura, un tipo de información muchas veces cuestionadora de la que la propia familia transmite. Esta es la realidad actual: la familia sólo puede ser una parte bastante limitada del crecimiento, maduración y equilibrio emocional de las personas que la integran.
“Hay que mejorar la comunicación familiar.” Si esto fuera así, con sólo trabajar en terapia familiar podríamos modificar muchos trastornos de las personas, pero aunque asuma la familia una actitud de compromiso máximo, en el caso específico de la drogadicción, será también en la activación de las redes y de otras instituciones del entorno que surgirán estímulos posibilitadores de una auténtica modificación y cambio.
Además, a través de los medios de comunicación, fuimos enterándonos de hechos siniestros: violaciones, incestos, actos de violencia, secuestros de hijos, sucedidos en el seno de estos sagrados claustros de amor. Era justamente allí, en este medio sacrosanto, “la familia”, donde estadísticas elevadísimas nos indicaban que en estos espacios se vivían también verdaderos infiernos. Fue solamente al surgir como hechos delictivos que pudimos enterarnos a través de los medios de estas tremendas violencias generalmente sufridas por esposas y niños pequeños. Perplejos, fuimos entonces viendo cómo este espacio social tan idealizado podía ahora ser explorado, mirado, expuesto en muchos casos para su valorización y, en otros, por el contrario, para desnudar injusticias y atentados a la dignidad de seres indefensos.
Las estadísticas también nos informan de otras realidades familiares: la existencia de cantidades de parejas que conviven, que comparten hijos de anteriores matrimonios, y que a través de los años conformaron un hogar como lugar de convivencia y encuentro armonioso. Por otra parte, los profesionales que tienen acceso a estas y otras estructuras de convivencia, comprueban que los individuos que consultan por patologías mentales o sociales provienen en igualdad de proporción de familias nucleares clásicas o de las de padres separados o no casados, etcétera.
El conocer estas organizaciones humanas de convivencia nos lleva en principio a comprender que, a través del tiempo, se han producido transformaciones sociales y que estos cambios, nos gusten o no, se producen más allá de posturas religiosas, míticas o de creencias idealizadas. El aceptarlos nos permitirá, ahora, valorizar las necesidades reales del individuo para su maduración y crecimiento, necesidades que encontrará satisfechas en las diferentes configuraciones familiares que tengan la capacidad de proveerle afecto, seguridad y continencia.
Cuando tratamos de evitar situaciones que llevan o permiten que alguien consuma drogas, comúnmente jerarquizamos la importancia de la familia. Una idea que circula en la cultura es que el hijo adolescente reacciona drogándose frente a situaciones de tensión o conflicto familiar. También se supone que en una familia, cuando las normas de convivencia no son claramente explicitadas, faltan límites y se confunden mandatos, generándose un caldo propicio al consumo de sustancias (situación de riesgo o peligro). Creo que atribuir sólo a la familia el origen de la adicción del adolescente o pensar que la solución, como afirmamos anteriormente, reside sólo en mejorar la comunicación familiar, es una reflexión pobre y limitada.
En la actualidad, todos los miembros de la familia, personas de diferentes edades y diferente extracción social, también están expuestos a reaccionar frente a las múltiples y complejas vicisitudes contextuales, y ha aumentado en forma alarmante el consumo de drogas, psicofármacos y alcohol.
Hoy ya no es posible plantear que la familia sea la orquestadora de modificaciones como única solución a situaciones de adicción a drogas cuando comprobamos permanentemente las tremendas limitaciones y necesidades que a ella misma la atraviesan. ¿Acaso no deberíamos aliviarla de esta absurda culpabilización de ser ellas determinantes de la drogadicción del hijo y ahora también únicas responsables de la cura?
Evaluemos con valentía las condiciones reales, las posibilidades auténticas de cada familia. Jerarquicemos no los valores idealizados que suponemos que debe haber en cada una de ellas, y miremos sin tapujos y sin mitos, pensando que tanto en la prevención como en la rehabilitación de una situación adictiva, y esto es válido para todas las edades, interesan fundamentalmente la existencia viva de valores que surgen y se activan en las relaciones humanas de todo entramado social, sean o no familiares.
Estamos participando sin proponérnoslo en la caída de los límites rígidos que nos hacían creer que lo mío existía como privacidad absoluta, sin importarme qué pasaba afuera de mí. Hoy sabemos que las familias unidas en redes en el contexto de todo tipo de actividades comunitarias (clubes, parroquias, acciones barriales, programas terapéuticos) descubren y comparten problemas comunes que pueden resolver desde los recursos que en esta unión ellas encuentran; así aprenden a compartir necesidades, a movilizar problemas y a participar con su experiencia en la ayuda de los otros solidariamente.
Desde su origen en nuestros programas, los grupos de hermanos, de padres, de amigos, conforman espacios de intercambio que reafirman la utilidad de esta experiencia de participar de redes. Así y todo, si nos referimos específicamente a tareas preventivas y asistenciales en drogadicción, no limitamos la acción a un solo aspecto, el consumo de drogas, pues el alcohol, la violencia, etc., están presentes siempre, conformando una agobiante realidad que toda maniobra preventiva y asistencial debe abarcar.
Solamente reflexionando “paritariamente” con miembros de otras familias y de otras instituciones sociales, con amigos, etc., es que podremos abordar estas realidades, sintiendo que en cada uno de nosotros está el germen transformador y cambiante. No está la solución en el escuchar obedientemente la información de un experto en drogas; lo que sí sabemos es que pares nuestros siempre están dispuestos a movilizar sus capacidades de ayuda cálida y comprensiva para prevenir que este mal ocurra, o ayudarnos comprometidamente a que desaparezca cuando se instala.
Tengamos fe en los valores y sepamos mirar sin miedo los cambios estructurales que van surgiendo como nuevas configuraciones sociales. El ser humano potenciado por otros pares supera fronteras y límites, y su actitud colaboradora surge de sus entrañas como expresión de una simple pertenencia a la clase animal. La diferencia entre nosotros y el resto de los animales reside en el lenguaje, que tal vez los humanos lo usamos, muchas veces, al servicio del egoísmo y la destrucción. La esencia de la colaboración entre los seres vivos agrupados reside en el amor, y a él debemos acudir cuando pensamos en desviaciones sociales y sus formas de prevenirlas y resolverlas.
* Médico psiquiatra. Psicoterapeuta. Director de la Fundación Proyecto Cambio (tratamiento ambulatorio de la drogadicción), ubicada en Benjamín Matienzo 2639, Buenos Aires (tel.: +54 11 4553-6777). Actualización del artículo presentado en el Seminario del Nodo Sur de la RIOD, año 2001.
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