Sábado, 20 de julio de 2013 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Por Luis Bruschtein
El antikirchnerismo en las redes sociales se expresa con un grado de barrabravismo de linchamiento que atemoriza, porque en muchos casos es evidente que se trata de personas comunes que en sus vidas cotidianas no asumen esas formas de violencia tan prepotente, tan insultante y sobre todo tan amenazadora. En algunos programas de televisión que reúnen a periodistas y dirigentes de la oposición, se habla en esa intimidad de sus adversarios políticos con el mismo tono degradante y violento, se exageran el desprecio y el odio, con lo cual se genera un ambiente amenazante “contra la mafia” o contra los “KK”, que son aquellos con los que disputan democráticamente en política. De esa manera, la política pasa a ser la antesala de una comisaría con un clima vengativo y revanchista que desentierra síntomas y similitudes con situaciones que desangraron este país.
Las diferencias políticas entre oficialismo y oposición no justifican ese grado de rabia, esa crispación desaforada que no se sintió siquiera cuando a este país lo gobernaron dictaduras. Entre las emociones lógicas que pudieran despertar las diferencias y las que realmente pone en juego gran parte de la oposición o esos activistas anónimos de las redes sociales hay una distancia muy grande. Esa diferencia solamente puede explicarse por oportunismo o por la acción de los grandes medios y la irresponsabilidad de confundir shows mediáticos con programas periodísticos, de hacer acusaciones generalizadas sin pruebas, o realizar operaciones como las que se intentó con el crimen de Angeles Rawson, donde se investiga si se pagó a una testigo para que declarara que el Gobierno estaba protegiendo a un supuesto asesino. Ese despropósito se puede leer incluso en la página de Internet del Seprin, donde escriben los viejos servicios de la dictadura y de donde salen muchas de las barbaridades improbables y absurdas que después se amplifican en los shows paraperiodísticos y que para muchos pasan a constituirse en verdades consumadas.
De esa manera se crea un clima muy peligroso porque el núcleo más sensible de la memoria colectiva en Argentina, esa experiencia macerada que condiciona la proyección al futuro, tiene el estigma de la violencia grabado a fuego. La dictadura fue el hierro candente que rompió esa ilusión de sociedad civilizada, pacífica y razonable que subyacía candorosamente en las ansiedades por genealogías europeas de las capas medias urbanas.
Ese desencuentro con una falsa imagen propia que produjo el espejo de la dictadura llegó más allá en el pasado para descubrir una parte de la historia que se cimentó con violencia brutal, al igual que la historia de todas las sociedades, europeas, asiáticas o latinoamericanas. Una zona intelectual infantilizada de los argentinos había llegado a creer que la violencia tiene su origen en la ignorancia del pueblo. Es decir, que la ignorancia convierte al pueblo en una horda violenta cuando en realidad lo convierte en víctima de la violencia.
La idea de que lo popular resulta violento por su ignorancia y que las elites no porque son civilizadas está enraizada en ese sentido común que floreció en la generación de los ’80 y en los primeros esbozos republicanos y democráticos de la Argentina. La idea de elite está asociada a culto y ciudadano. Lo popular se asocia a ignorante, chusma o populismo. Después de las guerras civiles, los primeros esbozos republicanos en la Argentina no llegaron de la mano de grandes revolucionarios, sino de un pensamiento conservador y elitista. Los conservadores argentinos que construyeron esas primeras formas republicanas fueron al mismo tiempo grandes intelectuales. Eran conservadores, pero modernistas: estaban con el progreso, siempre que fuera controlado por una elite acomodada. Ese sistema de ideas generó una sociedad con fuertes tensiones donde cada logro social se ganó contra feroces represiones y sangre derramada y, cuando eso no alcanzó, entonces estuvieron las dictaduras militares siempre en nombre de la democracia.
El germen de la violencia fue instalado por esas elites cultas y no por el pueblo supuestamente ignorante. Sin embargo, a todos los movimientos populares se los acusó de violentos o autoritarios, igual que a los gobiernos democráticos de raíz popular. Esas asociaciones entre popular-ignorante-violencia o elite-ciudadano-culto están en la piedra basal de las primeras formas republicanas que planteó el proyecto de la Generación del ’80. Y esa mirada ideológica histórica mantuvo hilos subterráneos de contacto con el sentido común de capas medias urbanas que encajaban a la perfección en esa ambigüedad del conservador que quiere el progreso y del que se asume autoritario para preservar la democracia.
Esa cosmovisión que se asentaba en un esquema agroexportador chocó con un modelo de sustitución de importaciones, más industrializador, que implicaba valoraciones diferentes de lo popular y lo ciudadano. Así como la naturaleza del modelo agroexportador ha sido elitista, la del de sustitución de importaciones ha sido, por necesidad, más democrática y participativa. Sin embargo, por ese mal de origen, la idea de lo republicano siguió estando más asociada a esa intención elitista y conservadora que a los aportes democratizantes y progresistas con que lo enriquecieron las corrientes populares. Hay un pensamiento, que se asume incluso como progresista, que antagoniza de manera excluyente esas dos vertientes de la historia, porque sostiene que la única forma de ser progresista es manteniendo la mirada cultural de aquellos viejos conservadores. Es decir, lo obrero y lo popular tienen que ser como ellos quisieran que sean, igual que lo democrático y lo republicano. Si eso funciona, de allí en adelante empieza el progresismo. Obviamente, pensar así los lleva por lo general a encolumnarse detrás de las propuestas conservadoras y oponerse a las corrientes populares.
Durante los primeros gobiernos peronistas el antagonismo y el odio fueron la expresión más cruda de una oposición que se sentía naturalmente violentada por la irrupción de una cosmovisión tan ajena en la que el pueblo y los obreros no actuaban como debían y, por lo tanto, los grandes logros sociales y económicos no podían ser tales sino mentiras y propaganda por parte de una mafia desquiciada. Lo veían tan diferente a su “normalidad” que sólo podían entenderlo como desquiciado.
Se acusó de autoritario, mentiroso y ladrón a ese gobierno. Y las capas medias que se asumían como la veta ciudadana más democrática de la sociedad aceptaron conspirar junto a los sectores más reaccionarios. Consiguieron instalar un régimen más brutal y represivo de lo que nunca pudo ser el peronismo y que pugnaba por desmontar toda progresividad social. Un régimen que torturó, fusiló, reprimió, encarceló, proscribió, censuró, dio golpes de Estado y fue escalando de esa manera una espiral de brutalidad y autoritarismo hasta que casi treinta años después una generación, muchos de cuyos integrantes eran hijos de aquellos conspiradores antiperonistas, fue masacrada, tras ser arrastrada a la confrontación violenta contra ese régimen hipócrita y despótico.
El lenguaje que está utilizando gran parte de la oposición da a entender que si triunfa habrá persecución, cacería de brujas y revanchismo. Cuando se hacen acusaciones generalizadas sin pruebas o se califica de mafia a un proyecto político que tiene mucho respaldo en la sociedad, esa parte numerosa de la sociedad entiende que será perseguida por lo que piensa si ganan esos opositores. La gente tiene razón de pensar así porque ya sucedió otras veces en la historia. Si este gobierno tuviera presos políticos, reprimiera a fuego las manifestaciones o fuera campeón de los decretos de necesidad y urgencia y de los vetos que acallaran a la oposición, habría que aconsejarle que abandonara esas prácticas para bajar la presión. En este caso le corresponde a la oposición asumir un discurso más político si no quiere invocar nuevamente a la tragedia.
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