Sábado, 3 de agosto de 2013 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Por Luis Bruschtein
Hasta la salida de la dictadura, la democracia en la Argentina no valoraba las pocas denuncias que se presentaban contra funcionarios por corrupción. Había versiones, algunas más consistentes, otras fueron puras habladurías, pero prácticamente no había presentaciones ante la Justicia. De ese escenario vacío se pasó al show mediático de la actualidad y a un denuncismo que se alimenta de recortes de diario, que tiene un eje más político que ético y que genera más confusión que claridad con respecto a una reacción ciudadana contra la verdadera corrupción.
Las denuncias por corrupción se han convertido en uno de los argumentos centrales de la campaña electoral de un sector de la oposición. Elisa Carrió se ha destacado como denunciadora y, la semana que pasó, acusó a sus competidores del frente Unen de no hacer denuncias. Puso esa actitud en el rango de una cobardía casi delincuencial que, por oposición, pondría al denunciador junto a los próceres de la ética. Carrió no ha destacado como legisladora, y sus intentos por conformar agrupaciones políticas fueron un fracaso. El argumento central de su campaña son las denuncias que han alimentado su imagen. Para reafirmarlo, poco antes del debate que realizaron los candidatos de esa interna en televisión, presentó dos denuncias ante la Justicia.
Una de ellas es por enriquecimiento ilícito contra el actual jefe del Ejército, César Milani, y la otra contra el titular de la Anses, Diego Bossio, por el “desvío de miles de millones de pesos” de ese organismo para pagar una deuda con Pdvsa, la petrolera venezolana. Las denuncias fueron presentadas ante la Justicia con poco más que recortes de diario como prueba. Las denuncias se publican primero en los grandes medios y luego Carrió se encarga de llevarlas a la Justicia. Si los jueces no corroboran lo que se publicó, los medios, para no perder credibilidad, acusan a los jueces de complicidad, y la denuncia entra en un círculo vicioso que impide saber si una denuncia es verdadera o fabricada.
Lo que debería ser una práctica de participación ciudadana se ha convertido en una parafernalia de denuncias, gracias a la cual se ha puesto en tela de juicio la credibilidad de los medios, de los periodistas, de los funcionarios sean o no corruptos, de los políticos porque hacen o no hacen denuncias, de los fiscales porque toman o no esas denuncias para acusar, y de los jueces porque nunca o casi nunca llegan a condenar a nadie porque la gran mayoría de esas denuncias son casi imposibles de comprobar y están motorizadas por algún interés político o económico. En el caso de Carrió, presentó dos denuncias como parte de su cronograma electoral y lo ha reconocido así, y con ese argumento atacó a sus competidores. La visita a los tribunales es lo mismo que un acto en la cancha de River o una volanteada en los barrios.
Las denuncias de este tipo disparan un mecanismo tan perverso como el de la corrupción. En primer lugar, no tendría que importar siquiera que la denuncia tuviera un interés de tipo político. Si es consistente, tiene que ser investigada sin importar quién la formula. Pero cuando hay decenas de denuncias, lo menos que se puede pensar es que está gravitando más el interés político que una cuestión ética. Una sola denuncia seguida a fondo, con una investigación sin huecos, llevada hasta sus últimas consecuencias, con pruebas incontrastables, que facilite un juicio y una condena, hubiera sido más fuerte que esta lluvia de espejitos de colores que sólo ha logrado que se dude de todo.
Durante muchos años, el periodismo de investigación estuvo erradicado de los grandes medios en la Argentina, igual que las denuncias por corrupción. El periodista de investigación por excelencia fue Rodolfo Walsh, y sus principales trabajos fueron publicados en medios más o menos alternativos o en el formato de libros, porque eran rechazados por los grandes medios. A la salida de la última dictadura, este género hasta entonces maldito se fue instalando como una práctica usual de los periodistas y en ese proceso, sin duda, fueron muy importantes los trabajos de Horacio Verbitsky en Página/12.
Pero las pautas que controlaban el flujo de información fueron cambiando en los años ’80 al punto de que, ya en los años ’90, los grandes medios que antes lo evitaban, ahora habían convertido el periodismo de investigación en un género mayor de sus publicaciones. Hubo trabajos buenos y buenos periodistas. Pero el periodismo de investigación se convirtió así también en un buen negocio, y lo que debería ser un trabajo laborioso comenzó a plagarse de operaciones políticas y económicas. Empresas que perdían licitaciones denunciaban a las que las habían ganado, algunos se aprovecharon y lo usaron como forma de presión para obtener pauta o prebendas, y otros encontraron que la apariencia de una denuncia era más fácil y tenía el mismo resultado que una denuncia real. El periodismo de investigación sin rigurosidad, sin responsabilidad y desinterés (porque se mueve mucho dinero alrededor de estos mecanismos) se convierte en una herramienta perversa.
Ese fenómeno se trasladó poco después a la política, donde a esta altura ya no es tan importante discernir entre los que hacen denuncias y los que no las hacen, como dice Carrió. Ahora lo primordial es discernir entre los que hacen alguna denuncia seria o los que todos los fines de semana tienen que tener alguna para generar un clima político, para sostener audiencia o porque está detrás de algún negocio.
El mecanismo es perverso porque no importa si la acusación es real o no. Todas las denuncias pueden ser reales o no pero, si existe la denuncia, la duda queda instalada. El acusado queda instantáneamente bajo la duda. Y si la presentación es respaldada por un gran aparato de difusión, ningún fiscal querría ser fusilado en los medios por rechazar una denuncia. Cuando ese fiscal presionado la toma, la duda se hace más grande y logra el efecto político que se busca. Y el juez, bajo esa fuerte presión, puede llegar hasta declarar un imputado, total, hasta ahí no tiene costo. Es más difícil que haya una condena sin pruebas o con pruebas débiles porque a partir de allí puede haber consecuencias procesales graves para el juez que lo haga. Pero cuando el acusado llegó al punto de ser imputado, en esa instancia ya fue linchado por los medios y por parte de la sociedad.
Desde un punto de vista ético, ciudadano, periodístico o político, la corrupción es detestable. El lugar de la denuncia es el más consecuente con esa definición. Pero el denunciador serial responde a una derivación bizarra del lugar de la denuncia. El grotesco en ese caso solamente puede ser instalado como natural por el formidable poder simbólico de un sistema corporativo de grandes medios y multimedios. A un medio chico, y a contrapelo de los grandes medios, le resulta muy difícil instalar una denuncia. Para lograr que le presten atención, tiene que hacerlo con pruebas, datos, testimonios y distintas fuentes confirmadas, sin huecos ni lugar a dudas. En cambio, una denuncia –verdadera o fabricada–, publicada por un diario de un multimedios, es repetida después en las radios de ese multimedios, en su agencia de noticias, en sus señales de cable nacional y en las señales locales, y también es levantada por otros medios que forman parte del sistema de manera corporativa. Ese formidable poder simbólico funciona como una maquinaria de autovalidación de la denuncia, no importa si es fabricada o sólo esté armada con presunciones o testimonios endebles o interesados, y se haga una novela de situaciones circunstanciales.
Si antes el problema era que no se denunciaba la corrupción, ahora la cantidad de denuncias por semana hace que el problema sea poder distinguir cuál de todas o si alguna de ellas tiene entidad. El denunciador serial hace más difícil la lucha contra la corrupción porque desnaturaliza la verdadera denuncia, que es una de las pocas herramientas para combatirla. Entonces, el lugar del denunciador serial no es el lugar ético, ni siquiera es el del débil contra el poderoso, como fue en el caso de Rodolfo Walsh. Por el contrario, la idea de la denuncia como “operación” pasó a ser patrimonio de los poderosos en defensa de sus intereses y la convierte en denuncismo.
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