Viernes, 1 de noviembre de 2013 | Hoy
El alcance y el sentido de la libertad de expresión. Intereses vs. derechos. La legitimidad de la Corte Suprema en un “país normal”.
Gustavo Maurino *
En la penúltima frase de su discurso de asunción a la presidencia, Néstor Kirchner planteó un típico sueño paradójico; lo podríamos llamar la revolución de la normalidad. Dijo el entonces presidente: “Vengo a proponerles un sueño; quiero una Argentina unida, quiero una Argentina normal, quiero que seamos un país serio, pero, además, quiero un país más justo”.
La normalidad es bastante simple (y aun así, en algunas ocasiones, una empresa revolucionaria y ardua).
En un país normal, quienes habrían cometido crímenes, especialmente graves, son enjuiciados.
En un país normal, la comunidad –y no los acreedores externos– deciden las políticas económicas y sociales.
En un país normal, la Corte Suprema no trabaja al servicio del poder ni del gobierno, sino al de la Constitución.
En los años siguientes a 2003, la Argentina realizó arduos esfuerzos hacia la normalidad: enjuició a los criminales del proceso impunes, recuperó autonomía económico/social frente a sus acreedores externos y constituyó una Corte Suprema al servicio de la Constitución. No ha sido nada fácil: los juicios no han estado exentos de complicaciones, la renegociación de la deuda sigue impactando sobre el país y la Corte Suprema ha sido en varias ocasiones cuestionada en su legitimidad por distintos sectores, tanto al fallar a favor como en contra del Gobierno. A veces, la normalidad es lo más difícil.
Pero hay otro elemento fundamental, y también revolucionario, que debemos mencionar. En un país normal, ninguna voluntad está por encima de la ley democrática y la Constitución. Ningún poder es mayor ni más legítimo que el de la ley democrática y la Constitución.
El fallo de la Corte Suprema sobre la ley de medios, al igual que su sentencia en el caso “Simón” sobre las leyes de impunidad –y, a juicio de quien escribe, otros que tal vez sean menos simpáticos a los lectores, como el relativo a la reforma del Consejo de la Magistratura–, correctos o no, están inspirados por el mismo principio. Nadie está por encima de la ley.
La Corte falló cuando debía hacerlo, luego de que fallara la Cámara, y sin prestarse a que se manipulara su sentencia para fines electorales.
También falló como debía hacerlo, luego de un procedimiento público y participativo ejemplar, y argumentando correctamente el caso a la luz del ideal constitucional de la democracia deliberativa, estableciendo que la libertad de expresión es una precondición para la legitimidad democrática, distinguiendo los derechos fundamentales de los meramente patrimoniales, y analizando con deferencia hacia el Congreso la razonabilidad de la ley.
Podremos estar de acuerdo o no sobre el fallo. La propia Corte invita en el fallo a la sociedad a discutir su sentencia y sus argumentos. Pero todos deberíamos reconocer definitivamente que el Máximo Tribunal ejerció legítimamente su autoridad legítima de resolver estos conflictos constitucionales. Como ocurre, y debe ocurrir, en un país normal; tal vez acercando un poco más a su concreción el sueño paradójico planteado en aquel discurso que muchos recordarán.
* Abogado, profesor de Derecho.
Por Guido Croxatto *
Uno de los mayores desafíos de toda democracia es determinar el alcance y el sentido de lo que entendemos por libertad de expresión. La libertad de expresión fue comprendida desde comienzos del siglo XIX como una forma de contención frente al absolutismo. Así nació el Estado de Derecho. El liberalismo nació con autores como Locke defendiendo este derecho como un derecho humano inherente, anterior al Estado. El Estado sólo era legítimo en tanto respetaba estos derechos naturales inherentes del individuo que los tenía por el solo hecho de ser tal. Por eso se lo pensó como frontera a la censura o la persecución. A grandes trazos ésta fue la doctrina que rigió durante dos siglos. El individuo se hacía valer frente al Estado con su libertad de ser escuchado. De poder alzar la voz. Hacerse ver y poder defender su identidad. Cuando ese derecho esencial desaparece o es mancillado, cuando no se puede hablar, desaparecen siempre las personas, sus tradiciones, voces, reclamos, sus culturas. Su palabra. Por eso es planteado como primer derecho. Porque una persona que no se puede expresar, que carece de esa libertad básica, a menudo es una persona perseguida cuya identidad no se respeta. La libertad de expresión es fundamental en una democracia. El problema es cuando esa libertad no es para todos. Cuando la libertad se convierte en un concepto vacío. Cuando no hay igualdad en la libertad de expresión. Cuando no hay igualdad en la palabra ni en los derechos. Cuando no son todos libres, sino sólo algunos. Cuando la libertad de expresión se convierte en una cáscara para defender intereses, pero no derechos. Este fue el núcleo político de la discusión por la ley de medios. La diferencia entre defender intereses y defender derechos. Entre defender la rentabilidad del mercado y las empresas que venden y administran información o la dignidad de cada persona. Su derecho a ser escuchada.
La concentración del mercado –que empezó poco a poco a determinar el sentido y el alcance de los derechos, administrando el espacio que se le daba a cada voz– fue moldeando, como advierte Zaffaroni, la cultura (por ejemplo, el tipo de entretenimiento que consumimos, asociado, por ejemplo, a la violencia de género, entretenimientos que ciertos sectores defienden como su “libertad de expresión” en tanto otros grupos, por ejemplo, las mujeres, como violación de su propia libertad de ser escuchadas). Así se fue generando, con el correr del tiempo, nuevos desafíos para la libertad de expresión. Las mujeres, los indígenas, los jóvenes, veían que esa libertad no era de ellos. Que no eran siempre libres para expresarse. En un mercado que se presentaba como libre, había personas que no lo eran. Así nace el segundo liberalismo. El llamado liberalismo igualitario. Por eso esta ley es en rigor una ley plenamente liberal. El Estado deja de ser una amenaza, o la primera amenaza, como recuerda Fiss, ahora empieza a ser visto como una garantía. Como una nueva oportunidad para la igualdad de derechos (que el mercado no promueve, sino que socava). Las dictaduras dejaron en la región una estructura de medios que hacía escuchar unas voces, en detrimento de otras, que fueron (y muchas veces son) silenciadas. En ese sentido la dictadura fue un claro ejemplo de cómo cuando la prensa concentrada decide no informar sobre un tema, decide no decir, no saber, la sociedad misma repite que no sabe, “yo no sabía”. La constitución de una esfera pública sólida –sin desaparecidos– con debates consistentes es así esencial para una democracia. Para generar una esfera pública solida –jerarquizar la democracia es promover la participación ciudadana– se debe promover, sin embargo, un mayor acceso a esa esfera pública, hoy para muchos vedada. Inaccesible. La ley de medios promueve mayor acceso al debate público. Promueve más democracia. Más pluralismo. Es el anverso del “no te metás”.
Lo importante de este fallo es, en suma, que la libertad de expresión deja de ser un concepto vacío, pasa a ser un derecho. Un derecho conquistado por la democracia. Por la sociedad, que participó como pocas veces en la constitución de una ley. La forma en que esta ley nació es la mejor garantía de sus aspiraciones plurales. Esta ley viene a hacer ver, a hacer escuchar otras voces que el mercado no escucha, porque no son rentables. Porque su mensaje no vende (en dictadura la voz de las Madres tampoco vendía, eran viejas y locas, y sin embargo sólo ellas decían la verdad). Pone el interés público (la libertad, el derecho a ser escuchado) por sobre el interés privado (rentabilidad). Por eso Zaffaroni habla en su voto de una “Erwägung” o ponderación de principios y valores. Porque no se trata de que ambas partes no tengan en su favor argumentos, sino de que, en caso de un conflicto o colisión de derechos, se debe privilegiar aquel que pesa más. Zaffaroni aplica en su voto los argumentos de la tradición alemana: la teoría principalista de los derechos. El interés público pesa más que el interés privado. La constitución de una esfera pública más plural y de una cultura más abierta y más tolerante pesa más en una democracia que la rentabilidad concentrada de un grupo empresario, cualquiera sea. El derecho a la palabra es un derecho inseparable de otro derecho conquistado y legislado como tal: el derecho a la memoria.
Los griegos hablaban de la isegoría y la isonomía, no sólo la libertad, sino sobre todo la igualdad de palabra. Lyotard dice en su texto Los derechos del otro (cuando propone redenominar los derechos humanos como derechos del otro) que el primer derecho en una comunidad libre es ese derecho que, en los pasos de la memoria, la Argentina acaba de conquistar. El derecho a la palabra es el derecho que toda persona libre tiene por el sólo hecho de formar parte de una comunidad. Sartre decía que la palabra tiene una ley intrínseca. No puedo defender mi palabra sin defender al mismo tiempo la del otro. Eso es lo que viene a hacer esta ley. Los únicos que no tienen palabra son los esclavos, dijo Aristóteles en la Política. A través de la palabra el hombre constituye una imagen de la justicia. En la Argentina ya no quedan esclavos porque desde ahora todos constituyen, con su palabra, esa imagen. Esa esfera. Ese ideal. El de una comunidad política basada en la justicia. Y en la palabra.
* UBA - Conicet.
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