Viernes, 10 de enero de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Diego Tatián *
Con la reciente edición de Muñecas rusas (2013), Eduardo Rinesi prolonga una línea de sustantiva reflexión sobre la política desde la publicación de Política y tragedia (2003), en la que debemos inscribir también Las máscaras de Jano (2009) y otros textos aparecidos en volúmenes colectivos o revistas. Los años en los que se desarrolla esta original interrogación de la política no han sido años cualesquiera en la Argentina y estos libros nos proponen un singularísimo prisma para pensar los motivos alojados en el centro de los grandes debates que han hecho del nuestro un tiempo apasionante.
El propósito de pensar la política con la tragedia –con la tragedia shakespeariana en particular– no lleva implícita una pérdida de la necesaria diferencia que las preserva de su mutua reducción; busca más bien obtener una lucidez de los conflictos que sacuden la vida humana pero cuidándose muy bien de no postular ninguna tragicidad de la política, por el contrario, la tarea de la acción redunda precisamente en escrutar desvíos que permitan a la vida en común sustraerse de la desembocadura trágica de los antagonismos. Dicho de otro modo: la tragedia sería una especie de segunda voz de la política –y en particular de la democracia– que, en sordina, advierte a qué sucumbirían los seres humanos en caso de no encontrar las mediaciones capaces de conjurar las derivas destructivas del conflicto –o capaces de posponerlas una y otra vez–.
Entre la tragedia como inexorabilidad de un destino –dice Rinesi: triunfo de los dioses sobre los hombres, de los viejos sobre los jóvenes, de los padres sobre los hijos, de los vivos sobre los muertos...– y la comedia como acción liberadora de la potencia humana para revertir desgracias, la política lidia sin garantías con la adversidad –es decir se aproxima al drama–; aunque sabe que no se basta a sí misma, reinicia en las existencias el deseo de ser otro, de no abandonarse al destino –que Maquiavelo llamaba fortuna– ni doblegarse ante el infortunio. La precariedad y la fragilidad humanas que la tragedia recuerda y exhibe es el punto de partida de la política, pero no su aceptación sin más; lo que la política más bien postula es: hay algo que hacer con eso para que la vida colectiva no sea desquiciada (para que el tiempo no salga de su quicio) por el conflicto que la constituye.
Tras este recorrido por la tragedia y la comedia –en particular por Hamlet y El mercader de Venecia (pieza que es aquí considerada tragedia y comedia a la vez)–, Rinesi llega al punto donde le interesa inscribir una disputa política decisiva en la actual experiencia latinoamericana. Lo que se procura por vía shakespeariana, en efecto, es el restablecimiento de un concepto desideologizado de “república”, contra la acepción mediático-moralista que lo expurga de cualquier conflictividad y, más aún, considera el conflicto como la mayor amenaza de la vida republicana. Según esta última interpretación, república sería una forma regulativa de las pasiones sociales que permitiría la armonía de todas las partes por las que se compone; régimen virtuoso como puro imperio de la ley que conjura así los conflictos, o los mantiene más acá de su manifestación. La república de Venecia –emblema de gobierno justo y armonía social en el imaginario de la temprana modernidad– es precisamente lo que lateralmente desmantela El mercader de Venecia, en tanto revela que todo orden es una totalidad fallida que produce deshechos inintegrables.
En las últimas páginas de Muñecas rusas se recupera una noción alternativa de república, cuyo emblema no es ya Venecia sino Florencia y que encuentra en la reflexión política de Maquiavelo su documento más fecundo. En esta acepción, república no significaría orden sino sobre todo conflicto, tumulto, o para ser precisos un orden que nace de los tumultos populares y les confiere una institucionalidad para su manifestación plena –es decir política–. Los deseos desencadenados por la dominación y la libertad, siempre turbulentos, constituyen la vida misma de la república pensada en clave maquiaveliana: opción por el conflicto manifestado antes que por la neutralidad inconmovible de la ley, que se oculta a sí misma la “necesaria falla de todas las cosas” e impone a ciertos hombres pagar su “libra de carne” como tributo de su singularidad.
El costado sacrificial de la ley que rige la república aristocrática es revelado por Shakespeare a contrapelo de la recurrente laudatio política de la que Venecia fue objeto a lo largo de las generaciones. Con estricta pertinencia para los debates argentinos, Rinesi explora una idea de república “popular, democrática y agonista”, que desconfía e invita a desconfiar del “mito según el cual el orden podía (y si podía debía) ser amistoso y tolerante con todas las posiciones singulares y darles a todas un lugar en su interior”. En efecto, “ningún orden cierra jamás” del todo; alberga siempre en su interior una parte excluida y negada, una “parte maldita” que no se integra y debe entregar su libra de carne a la “universalidad” de la virtud o de la ley.
Las tragedias clásicas enseñan a desconfiar de las concordias impuestas desde arriba y a mantener distancia de consensos negacionistas, para en cambio enseñarnos la inevitable excedencia de la vida respecto de las formas y del deseo respecto de la ley. Esa excedencia es la calidad misma de la república si impulsa instituciones capaces de alojar lo que se manifiesta y disponer una hospitalidad de la ley hacia las novedades del deseo, que de otro modo permanecerían clandestinas, ocluidas y violentas.
La esencia de la república es la pregunta abierta por la transformación, y no su bloqueo por el culto del orden. Régimen en el que la constitución, las leyes y los procedimientos son instituciones inmanentes a la vida popular, forjadas por las luchas sociales y la experiencia colectiva. Contra su reducción vacía al solo imperio de la ley y sensible a las contradicciones de la pluralidad humana, la república –esta acepción de república que Eduardo Rinesi nos recuerda es la más originaria– nunca presupone la desconfianza de la potencia común, la inhibición por el miedo, ni la despolitización del cuerpo colectivo para su control.
A resguardo del idealismo que adopta como su principio una representación de cómo los seres humanos deberían ser (racionales, virtuosos, solidarios, austeros, justos), la práctica de la república como conflicto toma muy en cuenta el poder de las pasiones sobre la vida humana, precisamente para hacer algo con ellas y producir un desvío que las politice en un sentido emancipatorio.
Esta perspectiva procura una idea no sacrificial y no moralista (una cosa por la otra) de república, según la cual el consenso no es pensado como anulación de las diferencias, ni la institución como supresión del conflicto, ni la libertad como diezmo a pagar por la obtención de seguridad: diferencia y consenso, conflicto e institución, libertad y seguridad permanecen términos inescindibles, abiertos a un trabajo del pensamiento y de las prácticas sociales. Despojada de este legado maquiaveliano, la república sería impotente para producir transformaciones, frágil en su constitución y vulnerable a los poderes –hoy llamados corporaciones– que buscan (y muchas veces logran) hacer de sí mismos una excepción. República es ante todo subordinación de las corporaciones a las instituciones.
La locución “la patria es el otro” adquiere aquí una significación republicana en sentido fuerte y logra sustraerse de una mera comprensión asistencialista si se concibe como una tarea y no sucumbe a las ilusiones de la transparencia; es decir si ese “otro”, cuyo vínculo no está nunca exento de dificultades y conflictos, activa la curiosidad y las aventuras de la existencia en común en vez del temor, el desdén o la pena.
* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Córdoba.
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