Domingo, 26 de octubre de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
“El Gobierno no admite nunca que nadie le diga nada, no admite nunca una crítica. No aceptan la regla central de la democracia, que es que nadie tiene la verdad total.” Lo dijo Ernesto Sanz en el reciente Coloquio de Idea. Otros precandidatos presentes en el evento hicieron también consideraciones críticas del gobierno nacional, casi todas las cuales giraron en torno de un elogio al diálogo y un dolor por la crispación que hay en el país. Pero la de Sanz fue diferente; el radical hizo una moción fuerte desde el punto de vista político: dijo que la regla principal de la democracia es la carencia de verdades absolutas. Corresponde discutir la idea y tratar de percibir por qué se dijo.
No se sabe en qué sentido usó el senador la palabra “central”. Pero es de imaginar que central es aquello que hace que un determinado régimen pueda llamarse democrático, aun en el más laxo y liberal sentido del término. Naturalmente que el reconocimiento de que no existen verdades absolutas es un rasgo importante de las democracias modernas, pero no consiste en el rasgo específico de su diferenciación; puede haber regímenes en los que se reconozca que no hay verdades absolutas y que sin embargo no sean democráticos. Las monarquías parlamentarias liberales de Europa, que en los últimos siglos hicieron su tránsito hacia el régimen republicano, fueron no menos respetuosas del pluralismo cultural que muchas de nuestras democracias contemporáneas. Casi no hace falta demostrar la afirmación porque sin una concepción pluralista del mundo no existiría hoy en esos países la magnífica herencia literaria y artística en general de sus siglos modernos; no existirían tampoco las grandes ideas y tradiciones políticas contemporáneas; la democracia, sin ir más lejos, volvió a ser pensada en esos siglos. Si el pluralismo se piensa desde la perspectiva de la representación política, también hubo en esos siglos parlamentos de composición plural y diversa, desde el punto de vista político y social.
Entre los diversos regímenes pluralistas posibles y pensables, la democracia tiene su especificidad. Consiste en el carácter electivo del poder y en el principio de la mayoría para resolverlo. La electividad y el principio mayoritario pueden expresarse y de hecho se expresaron históricamente con alcances diferentes en cuanto a la evolución del derecho al sufragio, pero no puede llamarse democracia a un régimen que se guíe por otro principio central alternativo de legitimidad política. De eso se trata cuando nos preguntamos por las “reglas centrales”: de las que lo son en términos políticos, en los términos en los que se regula la lucha por el poder político. Una vasta literatura politológica se dedicó a clasificar y hasta a calificar las democracias contemporáneas según su rendimiento en un conjunto de variables concernientes a la vigencia en diferentes regímenes democráticos de un conjunto de derechos políticos y sociales; hasta se llegó a poner en discusión el carácter democrático de algunos regímenes estudiados y a establecer complejas taxonomías que incluían conceptos tales como democracias “restringidas”, “limitadas” y hasta “autoritarias”. Pero ninguno de los regímenes que se ponían a consideración del análisis tenía un modo de legitimación que no fuera el de la elección y su pronunciamiento mayoritario. Es decir, puede haber un régimen electivo y mayoritario cuyos títulos democráticos puedan ser discutidos, pero no hay régimen democrático sin elecciones que gane la mayoría.
Ahora volvamos a la realidad, a los dichos de Sanz, a su contexto y a sus presupuestos políticos. No es arbitraria la frase, dicha nada menos que en un evento cuya realización se piensa cada vez más como show político, y en los últimos tiempos como show político antikirchnerista. Está hablando con un sector que se piensa a sí mismo (o por lo menos así lo expresan los discursos de sus líderes) como perjudicado por el actual Gobierno. No es fácil saber qué significa ser “perjudicado” para los líderes de un sector cuyo objetivo constitutivo es la ganancia y que ha ganado más en estos últimos doce años que en ningún otro momento más o menos cercano de nuestra historia. Es evidente que ese sector considera un perjuicio (el perjuicio principal) el de no tener capacidades decisorias en la política nacional. Los representantes dicen que “no son escuchados”. Claro está que eso deben deducirlo del tipo de decisiones que se toman; nadie sabe si ha sido escuchado hasta que se decide aquello sobre lo que estuvo hablando. Las políticas públicas, en fin, no son las que quiere el sector. Como sector tiene todo el derecho del mundo a reclamar contra la política pública que se ejecuta y a proponer cualquier alternativa. De ahí a cuestionar la legitimidad de un gobierno, como de hecho hace casi todo el tiempo el Coloquio, hay una diferencia. Y la diferencia consiste justamente en lo que decía Sanz, pero interpretado de otra manera: en la democracia (tal vez debió haber dicho “en un régimen pluralista”) no hay una verdad absoluta. Los líderes de un determinado sector pueden tener el propio enfoque, la propia verdad y defenderla con todo entusiasmo pero no pueden pretender –hablando siempre de democracia– que esa verdad sea absoluta. Es ilustrativo para comprender la idea de democracia que tienen algunos de los grandes empresarios el texto del documento inaugural de la Convergencia Empresarial Argentina. Un fragmento dice: “Las propuestas de políticas de Estado en las que estamos trabajando podrían ser implementadas por cualquiera de las fuerzas políticas que gobierne el país. Se trata de propuestas de políticas que están vigentes en gran parte del mundo desarrollado y en vías de desarrollo, llevadas adelante con éxito por gobiernos de diferente signo ideológico”. Sin mucha malicia, es fácil deducir que esas “propuestas políticas” están por fuera de cualquier debate, solamente exigirían capacidad y honestidad para llevarlas a la práctica. Pues bien, eso no es la democracia. Justamente porque la democracia no tiene verdades que puedan ser válidas para todos, hacen falta partidos políticos, elecciones y mayorías: para que la verdad particular se someta a una “verdad” que no se construye con sabidurías particulares sino que es una verdad política y no se resuelve en ningún coloquio sino en las urnas.
Hubo muchos precandidatos en el Coloquio de Idea. Scioli asistió, aunque hizo su discurso a la manera de una moción de minoría. Muy llamativa resultó la ausencia de Macri, de la que no hubo explicación. El tono de todas sus intervenciones fue el de una curiosa unanimidad conceptual (con la excepción ya apuntada), algo así como un coro de rechazo al Gobierno y elogio de la “iniciativa privada”, expresión que dicha en el Coloquio parece más bien un eufemismo para designar y ensalzar a los anfitriones y rubricar sus posiciones. Una lectura inocente sugiere que los políticos van a esas reuniones a hacer conocer sus propuestas. Es muy claro que no es éste el caso: no hay tensión importante alguna entre el proyecto de quienes organizan y el discurso de estos invitados, lo que deja la fuerte impresión de que estos últimos asumieron el punto de vista de los primeros. En este caso, Scioli decidió expresar posiciones favorables al Gobierno, lo que introduce una cuota de pluralismo político, pero es totalmente claro que en el coloquio se expresa inequívocamente la voluntad estratégica de un bloque de poder en la Argentina. Y lo que está afuera del Coloquio es otro proyecto estratégico diferente.
Las oposiciones han decidido, en lo fundamental, encolumnarse en torno del programa de Idea y de la Convergencia. Ellos son los políticos lúcidos y desembarazados de lastres ideológicos que, cualquiera sea su partido y su ideología, están dispuestos a aplicar esos principios que se aplican en todo el mundo civilizado y solamente desconocen un puñado de caudillos latinoamericanos empeñados en acumular poder a costa de arruinar a sus países. Que todas las oposiciones –incluidos partidos de larga tradición popular como el radicalismo– hayan optado por ese programa ya es un hecho lamentable. Pero más lamentable todavía es que ese alineamiento incluya una práctica de alto riesgo político que consiste en postular la existencia en el país de un régimen no democrático. Esa negación de legitimidad fue la clave discursiva del golpismo desde 1930 hasta 1983 y siguió siendo usado por los poderes fácticos durante los años de democracia, para maniatar y voltear a Alfonsín, para disfrutar de la rendición incondicional de Menem, para someter, debilitar y facilitar el derrumbe de De la Rúa y para extorsionar –infructuosamente, en lo fundamental– a los gobiernos kirchneristas. Cuando se dice que estamos ante un régimen autoritario, como hizo, entre otros y desfachatadamente, el doctor Sabsay, se introduce claramente un modo de discusión perverso y antidemocrático. En primer lugar porque se pretende estimular un clima de miedo e incertidumbre política, favorable a los intentos desestabilizadores recurrentes en estos años. Pero también porque se construye un muro entre los habitantes de este país. Hay un porcentaje de argentinos que supo ser absolutamente mayoritario en la última elección presidencial y nunca bajó de una tercera parte del electorado que queda fuera de esos “grandes consensos nacionales” que suelen ser el nombre que adopta el programa político de los poderes económicos concentrados. Y eso se hace, irónicamente, en nombre de un discurso contra la crispación y el conflicto. Bajo el influjo de ese discurso, los congresales de oposición están quedando en la historia de modo casi unánime por su posición sistemática contra cambios y reformas con gran repercusión histórica y amplio respaldo popular. En algunos casos, no lo hacen siquiera con el mecanismo democrático del voto sino produciendo el gesto de deslealtad al régimen democrático que significa el retiro del recinto. Para eso falsean la esencia de la democracia y la limitan a un régimen de pluralismo cultural. En este caso, la etimología da una pista importante: democracia es poder del pueblo.
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