Martes, 2 de agosto de 2016 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Julio Maier *
Soy un convencido acerca de que el poder penal del Estado configura cada vez con mayor devoción un Derecho Penal preventivo y de que se utiliza como tal. El presidente de la Nación acaba de poner luz sobre esta realidad, al estimar, a manera de epíteto, mejor, cual si fuera un insulto, que los jueces y funcionarios judiciales integrantes de Justicia Legítima son todos abolicionistas del castigo penal. Su punto de vista político sobre la materia, observado desde su propia atalaya, esconde sin duda la afirmación extrema de la potestad de punir del Estado, incluso con la privación de libertad y de modo preventivo. No soy abolicionista, ni creo que los integrantes de Justicia Legítima lo sean –seguramente existen en su seno muy distintas y plurales opiniones sobre el particular–, pero le agradezco al Sr. Presidente el haberme ubicado a mí junto a aquellos que no confían en la privación de libertad del ser humano como remedio universal de control social, sobre todo, no confían en la cárcel y en el encarcelamiento preventivo como solución social. Ellos parecen ser, tan sólo, un medio para evitar la venganza en casos extremos y gravísimos, por ello excepcionales.
Lamentablemente, esta disquisición no es tan sólo una discusión académica, pues la realidad de la provincia de Jujuy, por ejemplo, demuestra que la aplicación preventiva de la cárcel para cooperativistas y, en especial, para sus jefes, es un modo encubierto de solución por aplicación del poder político. En el caso de su luchadora social por antonomasia, la fundadora y jefa reconocida de la organización Tupac Amaru, Milagro Sala, la calificación antes ensayada es patente, no sólo por el contexto real, que dejaré de lado, sino, además, por dos razones principales: ella, como diputada del Parlasur, elegida popularmente en y por nuestro país, tiene privilegios especiales frente a la privación de libertad, que no son respetados. En segundo lugar, se acude, como siempre, al caballito de batalla de imputar “asociación ilícita”, delito de dudosa constitucionalidad que ha multiplicado su represión penal desde finales del siglo XX –bajo el escudo de la represión de las drogas y del terrorismo– para evitar su “excarcelación”. Con referencia a la primera de estas razones, no comprendo por qué el Parlasur, incluso a través de nuestro parlamento federal y de las instituciones internacionales –que otra vez parecen inútiles en la ocasión precisa que justifica con creces su intervención–, o estas últimas por sí mismas no deciden intervenir conforme a sus fines, por ejemplo, enviando una comisión que ensaye entrevistar a los afectados y al gobierno para establecer los parámetros bajo los cuales se detiene de modo preventivo, atento la excepcionalidad del remedio utilizado y la representatividad de la principal afectada, como sucedió, de nuevo a modo de ejemplo, en el año 1978, comisión cuya labor, si bien no importó el final de la crueldad y el sacrificio, es mencionada siempre como provocadora de un quiebre del aparato represivo del Estado. Con seguridad, tal decisión, referida al caso que tratamos, no empeoraría la situación de los afectados.
La segunda de estas razones me interesa, porque, en principio, se trata de una discusión jurídico-académica de vieja data, dada la amenaza penal grave para una acción que tan sólo consiste en comenzar una sociedad con el fin futuro de cometer delitos, pero sin necesidad de que se haya tan sólo intentado o preparado alguno de ellos, con lo cual nos colocamos muy próximos a la punición de los deseos futuros –esto es, de lo que no es real como afectación de otro–, sobre todo cuando la interpretación jurídica no resulta absolutamente restrictiva. Peor aún: es conocido por todos los prácticos, jueces, fiscales y defensores, que la labor judicial utiliza esta definición delictual sólo para justificar encarcelamientos preventivos que de otro modo no ocurrirían, calificación que sólo en algún caso excepcional se ha traducido en una sentencia de condena firme. La fórmula es más ridícula aún –pero gravísima como castigo– cuando no menciona los delitos futuros a los que se refiere el acuerdo de voluntades –por tanto, puede referirse a delitos de menor gravedad–, ni exige en la práctica que quienes sellan el acuerdo detallen esos delitos que desean cometer, ni que quienes aplican la fórmula verifiquen con lujo de detalles descriptivos esos eventuales delitos futuros deseados por los asociados.
¿Es posible que vivamos bajo esa amenaza en una República que se dice democrática sin que nadie reaccione efectivamente?
* Profesor consulto de Derecho Penal, UBA.
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