EL PAíS › ALBERTO KOHAN, EL MISTERIOSO
De armas llevar
Llegó a La Rioja recién casado y con una mano adelante y otra atrás. Se hizo rico después de conocer al gobernador bajito y ambicioso, de ser su mano derecha, operador privilegiado, canciller secreto. Sudáfrica, los negocios, las armas fueron notas de la parábola que llevó a una cama de hospital al hombre que estuvo en el centro de cada escándalo del menemismo.
Por Susana Viau
Cuentan que cuando Gustavo Gutiérrez y Luis Balaguer le insinuaron que estaban investigando a un pez gordo del menemismo, el fiscal de Nueva York abandonó el aire indiferente con que los había recibido, se inclinó hacia sus visitantes y preguntó: “¿Están hablando de Alberto Kohan?”
El ex secretario general de la Presidencia había sido sin duda el hombre más enigmático del funcionariado de los ‘90, pero en el despacho del fiscal su nombre se asociaba sobre todo al BCCI, el banco de Gaith Pharaon, cerrado por las autoridades británicas bajo la sospecha de dejar circular dinero vinculado al narcotráfico. Kohan había usado de sus dotes de gestor de negocios para lograr la instalación de una filial del BCCI en Buenos Aires, la construcción del Hyatt y la nacionalidad para su propietario. Una carta enviada al Consulado argentino en París por la firma Concord –perteneciente a Pharaon– había roto las barreras de la confidencialidad y, al solicitar una visa para Laith, el hijo del magnate, indicaba que “nuestra principal referencia en Argentina es el señor Alberto Kohan”. Ante la Justicia federal porteña Kohan admitió que lo suyo había consistido en “facilitar la inversión” del egipcio como lo hubiera hecho con cualquier otro empresario. Fue entonces que su jefe acuñó la frase que lo ampararía y signaría la década: “Al dinero no se le pregunta de dónde viene”.
Pero el BCCI no había sido, ni de lejos, el peor de los dolores de cabeza del santafesino nacido en San Lorenzo a mediados de los ‘40 y llevado por la geología a La Rioja. A él le complace recordar que llegó recién casado, con una mano atrás y otra adelante, para vivir en una pensión. Ahí, en 1973, trabajando en Aguas Subterráneas, se adentró en el negocio minero, inició con los sudafricanos una relación perdurable y conoció a quien lo haría verdaderamente rico. Fue durante una reunión de técnicos en la que todos coincidían en contrariar al gobernador de patillas superpobladas sosteniendo la imposibilidad de encontrar agua en esa provincia pobre y árida. Todos menos él. Si lo creía de verdad o había intuido qué era lo que ese personaje pequeño quería escuchar es lo que nunca ha terminado de decir. Lo cierto es que eso los aproximó, al punto de que, con los años, sería uno de “los doce apóstoles”, el más importante de los “gurkas” del menemismo.
Lo que se dice un ortodoxo, hijo de una pareja heterodoxa –padre judío y socialista y madre católica y peronista– que acabó trasladando las diferencias a la esfera íntima. Quizás haya sido esa experiencia desagradable la que hizo que Alberto Antonio Kohan optara por un modelo opuesto al casarse con Marta Franco. Construyó un familia numerosa, estable, y con sus parientes políticos estableció algo más que lazos de afecto: también los unió el Banco de Vicente López que, al hundirse, lo arrojó a las listas de inhabilitados por el Central. Aquel traspié, sumido en el barullo financiero de los ‘80, tuvo contornos difusos. La misma imprecisión que rodea sus alusiones a los primeros años de militancia: que tiró alguna piedra durante el Cordobazo, que emigró a Bolivia y Venezuela tras el golpe del ‘76, que en el ‘78 formó un grupo de profesionales politizados en Córdoba, antecedente embrionario de la Fepac –Fundación de Estudios Para una Argentina en Crecimiento–, el engendro que creó para la campaña del ‘89, funcionó como soporte del candidato y punto de reencuentro de activistas de Guardia de Hierro y oficiales de la ESMA. De lo que suele hablar claro es de su gusto por la pesca de tiburones, por la caza de jabalíes, por el golf y por el tenis, las aficiones que comparte con “el jefe”.
Con el triunfo dejó la titularidad de la Casa de La Rioja para ocupar la Secretaría General de la Presidencia y, más tarde, el ministerio de Salud. Fue en esos días que resolvió publicar Me llamo Alberto Kohan. El pie de imprenta era de una editorial creada para la ocasión. El libro, por supuesto, no fue un best seller, aunque sirvió para airear amores, odios y rivalidades, sobre todo las que mantenía con Eduardo Bauzá y Eduardo Menem. “‘Eduardo, metete en la política, tenés que ayudar a tu hermano’, fue una frase que le repetí con insistencia. Pero a él le costaba mucho abandonar el nido seguro de su identificación y de su éxito”, escribió con mala prosa y una ironía levemente primitiva. Con Eduardo, se decía, existían otras fuentes de fricción. En ellas incluían las simpatías de uno hacia las empresas mineras sudafricanas y las del otro hacia las canadienses.
La única duda que Kohan no cosechaba en la opinión pública era la de su lealtad al presidente: “No hay otro proyecto político para mí que el asociado a Menem. Soy peronista, pero de un peronismo liderado por Menem. De ahí para abajo, el diablo”. Tanta fidelidad explicaba que fuera el emisario de las misiones secretas, el jefe de la diplomacia subterránea, “el canciller en las sombras”, según lo definió Domingo Cavallo. La polvareda se levantaba sólo si el destino trascendía; visitaba Sudáfrica pese a las relaciones suspendidas por el apartheid y se escudaba en el doble standard del carácter “no oficial” de los viajes. El escándalo del swiftgate les dio a sus enemigos internos la chance de colocarlo en la puerta de salida. Menem sacrificó su alfil y el alfil, dolido, se retiró a su oficina privada, a sus contactos privados, a su vida privada. Tuvo la virtud de mantenerse en silencio y esperar que las turbulencias desaparecieran, la gente olvidara y “el jefe” lo necesitara de nuevo a su lado. El riojano seguía consultándolo y, como en aquella reunión de rabdomantes en La Rioja, volvió a escuchar de sus labios lo que quería oír: debía plebiscitar su reelección. No hizo falta consumar la aventura: Alfonsín y el Pacto de Olivos facilitaron un segundo período que el voto convalidó de modo inapelable.
Segunda parte, El Regreso
Y Kohan regresó a la política visible. Pero ya no fue lo mismo. La corrupción estructural de la administración menemista había madurado y empezaba a reventar sin solución de continuidad. Cada escándalo era apagado por otro mayor. Pharaon y los billetes duplicados de la Lotería de La Rioja quedaban a la altura de un juego de niños comparados con las descomunales coimas del affaire IBM-Banco Nación o con la gravedad institucional de la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia. En las dos cuestiones las miradas y las sospechas se dirigían al secretario general de la Presidencia y las dos tuvieron su cuota de muerte. En la primera estaban pegados los dedos de los hermanos Cattáneo, de los que Juan Carlos, el mayor y más importante, ex Guardián y ex Fepac, era el segundo de la secretaría. Sus empresas de informática Consad y CCR fueron los agujeros por los que circuló el fabuloso “retorno”. Cuando la sangre amenazó con llegar al río, el cadáver del menor de los Cattáneo, con un recorte de diario en la boca, apareció colgado en un paraje solitario de la costanera. Se trataba de un recorte alusivo a la investigación. Un detalle mafioso. Igual hubiera dado un pajarito.
En el segundo, un día antes de declarar ante el juez Jorge Urso y mientras apremiaba a sus socios para escapar rumbo a Sudáfrica, el capitán de navío Horacio Estrada se descerrajó un tiro atrás de la oreja, un sitio extraño para autoeliminarse. La escena que rodeaba el cuerpo en pijama del capitán Estrada tampoco es la que imagina para su foto final un hombre de armas, un “caballero del mar”: pastillas de viagra, videos pornográficos, un par de copas de champagne en la heladera, objetos de sex shop diseminados por la habitación. Estrada había prestado servicios a la patria en la confección de documentación falsa en la ESMA y también había sido integrante de la Fepac. Retirado, se había consagrado a lo que conocía, las armas, y Sudáfrica no era para él, simplemente, el rincón en que había decidido refugiarse el coronel incriminado Diego Palleros: era una región familiar, donde había vivido como agregado naval, el asilo al que la marina mandaba a la gente con problemas en materia de derechos humanos, un santuario para los traficantes de armas. ¿Qué complicaba alsecretario Kohan con aquel delito estatal? Nada objetivo: su debilidad por “los fierros”, las recorridas por la Feria Internacional de Armas, las partidas de caza mayor en las que Menem cobraba la pieza codiciada, el ciervo rojo, y se hacía acreedor a un premio del Safari Club, al que Kohan y José Alfredo Martínez Hoz estaban asociados, una filial de la Asociación del Rifle, el organismo que disfraza de cazadores a los lobbistas de la industria armamentística y del que forman parte Ronald Reagan, George Bush, Collin Powell, los notables de la historia. No obstante, sería reduccionismo puro confinar a Kohan a la frecuentación de las armas; su registro es más amplio y abarca la minería, el petróleo, el gas, las finanzas y hasta campos en Perú, en la zona de Ayacucho, ítems a los que dedicó buena parte de su tiempo desde que se alejó del poder, en 1999. A ellos y a continuar poniéndole el hombro “al jefe”: lo acompañó a Anillaco para la boda, a Zapallar para el bautismo de Máximo. Como de costumbre, en todo, menos en el deseo de “bajarse” de la segunda vuelta. Sabía que la claudicación del anciano aspirante significaba el fin.
El martes, la vida le jugó una mala pasada. Diez años antes había dicho con jactancia: “Yo tiro desde los 12 años. Nunca vi un accidente”. Lo mismo sostienen los expertos que hoy escuchan sorprendidos la explicación del proyectil que se escapa al caer el arma y hace diana en la parte posterior de la rodilla: “En años no hemos visto accidentes de ese tipo”. La suerte determinó que, además, pocas horas después que Fleni registrara el ingreso a terapia intensiva del paciente Alberto Kohan, se internara allí, a escasos metros, uno de sus adversarios más encarnizados: Eduardo –“el Fideo”– Bauzá.