EL PAíS › OPINION
El pecado de la jueza
Por Irina Hauser
En cartas, prédicas, notitas, charlas de ascensor y discursos públicos, un mensaje eclesiástico todo lo impregnó para alertarnos: hay una pecadora entre nosotros y se llama Carmen Argibay. Su pecado es haber dicho que es “atea militante” y sostener la libertad de decidir de las mujeres ante, por ejemplo, un embarazo no deseado. Desde que el Gobierno la postuló para ocupar un lugar en la Corte Suprema, las advertencias sobre las ideas de Carmencita –como la llaman sus amigos– crecieron como una bola de nieve, más bien de fuego, imparable. Patalearon las organizaciones provida y antidivorcio y algunas entidades católicas menores, hasta que la Conferencia Episcopal se apropió del tema con un comunicado crítico que, sin embargo, no mencionaba a la jurista. El viernes directamente presentó una impugnación en el Ministerio de Justicia. Allí llegaban más de 11 mil cartas en un desfiladero de cajas prolijamente cerradas con iguales textos en su interior enrolados en argumentos clericales que la cartera de Justicia resumió así en su página de web: “Por atea militante y aborto”. Por accidente o no, para las expresiones favorables no hubo resumen de referencia. A esa altura, el ataque con fachada masiva había diluido el eje del debate, y si Argibay es una jueza proba, capaz, sólida y reconocida, era cuestión olvidada, o bien solapada. ¿Se acuerdan de que ahora está en Holanda, juzgando los crímenes de guerra en la ex Yugoslavia, en un tribunal internacional para el que la eligió con votos de sobra la asamblea de Naciones Unidas?
Tanto ensañamiento invita a dudar. En la propia Corte, en el Gobierno y en el Congreso nadie, o casi, cree que esté en peligro el nombramiento de Argibay. Así las cosas, el problema de fondo no parece ser Carmencita. El problema es la siguiente designación en el máximo tribunal. El espamento de los obispos fue una demostración de poder, una advertencia política, que va más allá de la discusión sobre cuándo empieza la vida. Es una pelea por el poder. Es una batalla por un lugar en la Corte que se basa en una posibilidad real a partir de que el Gobierno todavía no propuso un nuevo nombre para ocupar la vacante que dejó el destituido Eduardo Moliné O’Connor. En estos días, en el oficialismo los mismos que hace un mes decían que Néstor Kirchner sólo impulsará jueces del progresismo del derecho ahora dicen casi como un cliché que el próximo nombramiento tiene que ser, como si algo obligara, “alguien de centro”. Para balancear.
Los mandos del catolicismo siempre negocian su juez en el Corte, eso no es novedoso. Hoy lo tienen: Antonio Boggiano llegó en 1991 a completar la Corte ampliada de Carlos Menem, no sólo con el visto bueno sino a pedido de la Iglesia. Este experto en derecho internacional todavía corre algún riesgo de ser acusado por la Comisión de Juicio Político de Diputados por firmar los mismos fallos que eyectaron a Moliné. Entretanto, conserva cierto peso dentro del tribunal y redacta votos que, en temas como pesificación y derechos humanos, sintonizan con la Casa Rosada. En este escenario, otro fantasma acosa a los obispos y los mueve a intentar acaparar: la Corte ya no es lo que era. Además de la presencia de figuras prestigiosas y garantistas como Zaffaroni y Argibay, el nuevo presidente de la Corte, Enrique Petracchi, es quien predica hace tiempo que la presencia de una Virgen en el hall de Tribunales viola la Constitución, que ampara el libre ejercicio de todos los cultos. No es la religión la que iguala a los ciudadanos, sino la Constitución, sostuvo. Y en esa idea tiene el apoyo firme de colegas como Juan Carlos Maqueda y Augusto Belluscio. Desde diciembre ya no hay Virgen en Tribunales. Una revolución.