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El altar del corto plazo
Por Mario Wainfeld
“¿Alguien conoce un país que se gobierne con informes de Flacso? ¿Alguien cree que alcanza, para garantizar el crecimiento futuro, denunciar los incumplimientos de las privatizadas o precisar el dinero que fugaron?” La frase, deslizada ante gente de su íntima confianza por Roberto Lavagna, integra el (provisto) kit de recriminaciones que el ministro de Economía vuelca sobre su compañero de gabinete Julio de Vido. De Vido es un blanco favorito de Lavagna (¿cómo serán las reuniones de consorcio en el edificio que comparten?), pero el reproche va bastante más allá. Abarca otras temáticas y otras figuras del gobierno, aún más empinadas.
Lavagna teme que el Gobierno, obsesionado por mantener invicta su reputación actual, no acepte pagar ningún costo simbólico ni tomar ninguna medida antipática, aunque sea necesaria. La obsesión oficial por impedir ajustes tarifarios en materia de energía es el caso más sonado, pero no el único. El ministro de Economía también protesta, de modo menos estentóreo, por dos prórrogas recientes: la del tope salarial de 3000 pesos a los funcionarios de mayor nivel del Ejecutivo y de la doble indemnización por despido. Ambas prórrogas se establecieron por 60 días, lo que da cuenta de las dudas que existen en la Rosada y aledaños. Lavagna las fulmina por culposas y disfuncionales, pero antes que nada por revelar una tendencia a no tomar por los cuernos surtidos toros.
Hombre atento a la lógica política, peronista al fin, el titular de Economía opina que es ahora, en 2004, un año sin elecciones cuando deben tomarse decisiones piantavotos. Luego, juzga, habrá tiempo para remontar las broncas ciudadanas.
Volviendo al núcleo de la polémica entre la Rosada y Economía, el jefe de Hacienda piensa que la recurrente dilación de aumentos de tarifas perjudica a la larga el crecimiento y la generación de empleo. Existen tres tipos de consumidores de gas: los domiciliarios, los industriales y los consumidores del GNC. “Gravitacionalmente”, computa Lavagna, si falta energía los cortes apuntarán al sector empresario. No habrá bronca ciudadana perceptible ni taxistas enconados pero, en silencio, se irá generando un deterioro del crecimiento y hasta de la inversión. En un país sin crédito, la mayoría de las actividades se autofinancian. “¿Quién lo hará –se pregunta (retórico pues da por sabida la respuesta negativa)– si no hay garantías de un buen suministro de energía?”.
Economista al fin, Lavagna saca la cuenta que los acuerdos pactados contrarreloj con Brasil, Bolivia y Venezuela para comprar fluido eléctrico, gas y combustibles líquidos respectivamente costarán caro, hablando en plata. “Lo que gaste se restará al crédito para inversión pública o privada”, rezonga.
El cuestionamiento de Lavagna a una obsesión de la Rosada (y no sólo de su vecino de consorcio) por quedar bien en el día a día a riesgo de deteriorar objetivos estratégicos tiene su miga. Tanto que podrían sumársele argumentos políticos. Por ejemplo, que Argentina ha enrarecido su relación con Chile, que patalea de lo lindo desde que se le ha recortado el suministro de gas. Néstor Kirchner ha hecho un culto de su trato con Ricardo Lagos, quizá el presidente de la región que más admira. Y también hace un mundo de promover, dentro de sus posibilidades, alianzas político-ideológicas transnacionales entre los líderes de los países sudamericanos. Pues bien, la administración Kirchner le ha hecho brotar un grano a su amigo Lagos de cara a las elecciones presidenciales de 2005, le ha servido en bandeja un argumento a la derecha chilena que siempre se opuso a la dependencia energética de Argentina.
Lavagna supone, allende la querella energética, algo más general: la acumulación de poder y de consenso que logró Kirchner tal vez no pueda perpetuarse si no acepta emprender algunas acciones antipáticas a primera vista. Ese hilo argumental, que enfatiza la necesidad de revisar decisiones que han venido saliendo bien, podría significar también eventuales señalamientos el núcleo de la actual política económica. Ejemplos al canto:
-Lavagna optó por una política impositiva que privilegió la rápida y alta recaudación a la equidad. Con criterio de caja –quizá imprescindible en la emergencia, pero indeseable estratégicamente– prorrogó el muy injusto sistema fiscal argentino, que reproduce la enorme desigualdad social. De ese modo, se acumula en corto plazo, pero se cimenta, a la larga, la innoble distribución de ingresos.
-La estrechez salarial sigue siendo un dato y el Gobierno se conforma, demasiado, con impactar los índices de desempleo generando trabajos de baja calidad y de salarios muy, muy tercermundistas.
-La obsesión oficial contra un salario ciudadano mínimo (una solución de justicia que no cuenta como prioridad en la Rosada) suele justificarse con el temor de que ese subsidio compita con “los empleos genuinos” de 200 o 300 pesos al mes que ofrecen generosos productores primarios. Bien mirado, podría pensarse al revés, el ingreso mínimo ciudadano sería un acicate para levantar la irrisoria base salarial, amén de dinamizar el consumo interno.
-Por último, en esta enumeración, que no en entidad: tampoco se ha bregado tanto por modificar la estructura exportadora muy primarizada (muy sojizada, si se permite un neologismo) que “llovió” tras la devaluación.
Exitoso más allá de lo esperable, el gobierno (no sólo pero especialmente Kirchner y Lavagna) puede tener la tentación de traspolar la lógica futbolera de no hacer cambios cuando gana. Pero la política es más compleja que el fútbol. Acaso va siendo hora de analizar, en varios despachos oficiales, si –por decirlo en términos económicos pero también políticos– no se está inmolando la sustentabilidad del Gobierno en el altar del corto plazo.