EL PAíS › LA GUERRA SUCIA DE FUJIMORI
CONTRA SENDERO LUMINOSO
Una historia de asesinos
Umberto Jara probó con su libro Ojo por Ojo que el fugado ex presidente peruano y su monje negro Montesinos crearon un escuadrón de la muerte para asesinar senderistas selectos, algo que ambos negaron. El libro, que se edita ahora en Argentina, diseca otro modelo de guerra sucia y es la base de acusaciones de crímenes de lesa humanidad contra militares y políticos.
Por Sergio Kiernan
Cuando terminó la insólita, desmesurada, francamente increíble era Fujimori, Perú se encontró con una caja de Pandora. Una corrupción de tal escala que hasta un argentino se asombra, una red de espionaje totalitaria simbolizada en miles y miles de cintas de video mostrando a medio país recibiendo coimas, un quiebre terminal de todas las instituciones. El periodista Umberto Jara cuenta que hizo un esfuerzo para encontrar el rumbo en semejante bosque de temas, y concluyó que, “en realidad, eran tres: la corrupción, la violencia y el narcotráfico, todos relacionados entre sí”. Por obcecación y por casualidad, Jara terminó sumergido en el de la violencia e hizo un descubrimiento de consecuencias, la historia de cómo Alberto Fujimori y su eminencia gris, Vladimiro Montesinos, le hicieron la guerra sucia a Sendero Luminoso.
Ojo por Ojo: la verdadera historia del Grupo Colina es un libro de poco más de 200 páginas que fue bestseller en Perú y que Norma edita a fin de mes en Argentina. Su centro es la manera clandestina en que el inesperado gobierno electo en 1990 decidió ganar la guerra con la guerrilla maoísta, que ya cumplía diez años y veinte mil muertos, usando el arsenal de guerra sucia aprendido en Estados Unidos y Colombia.
Casi exacto contemporáneo político de Carlos Menem, Fujimori le ganó las elecciones a Mario Vargas Llosa en parte por los servicios del ex capitán, ex taxista y abogado tramposo Montesinos. En su momento un joven promisorio de uniforme, Montesinos se hizo famoso por tomarse un avión a Washington y pasarle la lista de armamentos soviéticos que su gobierno acababa de comprar, para incomodidad de Estados Unidos. Al aterrizar en Lima, el capitán fue arrestado y acusado de traición a la patria, nada menos, y por poco no lo fusilaron. Con una prohibición formal de entrar siquiera a un edificio militar, en la pobreza y repudiado, Montesinos se hizo taxista y estudió Derecho. Sólo a fines de los ochenta pudo retomar su vocación real, la de espía. Montesinos comenzó a hacer amigos en el ámbito judicial, y acabó teniendo acceso al fiscal general peruano, que llevaba las causas contra los senderistas. Entonces hizo contacto con los militares y les ofreció pasarles las carpetas con información judicial que ellos no tenían, de modo de hacer un banco de inteligencia. Tapándose la nariz, los militares aceptaron.
Luego vino la primera entrevista con Fujimori, cuya confianza ganó y del que conocía algún secreto que nunca confesó pero que le dio un sitial inamovible en su entorno. Ya en el poder, los dos socios terminaron casi cogobernando, con el ya espía en jefe quedándose en las sombras y jamás ocupando más cargo que el de “asesor”, de modo de ser inimputable y no tener que rendir cuentas a nadie. Son legendarias en Perú las operaciones políticas de los socios, que culminaron con el autogolpe que disolvió el Congreso y capó al molesto Poder Judicial.
Lo que es menos conocido es el rápido armado que realizaron para ganarle la guerra a Sendero. Una de las primeras aclaraciones que realiza Jara al hablar con argentinos es que en este caso la palabra “guerra” significa realmente eso. La guerrilla del profesor Abimael Guzmán llevaba una década de operaciones y ya había transformado buena parte de los Andes en zona liberada. Perú se había acostumbrado a las masacres en las que senderistas ejecutaban a pueblos enteros –niños incluidos– por “traidores”, volando con dinamita los cuerpos para destrozarlos y clavando a una pared a las “autoridades”, lo que en esos pueblitos perdidos significaban el intendente y el cartero. El ejército, por su parte, respondía encarcelando y fusilando a todo el que fuera pobre e indio, según la lógica torpe de que dado que los senderistas tendían a ser indígenas andinos, todo indígena andino era un guerrillero en potencia. Los ochenta fueron años de asesinatos indiscriminados, emboscadas, represalias y largas prisiones para inocentes.
Para 1990, Sendero estaba llevando su guerra a las ciudades, bajo el slogan de “sitiar la ciudad desde el campo”. La vida urbana era una pesadilla de cortes de luz, por las voladuras de líneas de alta tensión, bloqueos, escasez de todo tipo de productos, medidas de seguridad, presencia militar y, cada vez más, atentados. La vida rural era una sucesión de emboscadas, masacres y fusilamientos. Lo que le quedaba claro a todo el mundo era que tal vez Sendero no estaba ganando su guerra, pero ciertamente el gobierno tampoco.
La guerrilla fue para Fujimori lo que la inflación para Menem, el tema con el cual obsesionarse y ganar poder. Montesinos creó una megacentral de inteligencia, con un edificio digno de la CIA que incluía un departamento de alta seguridad para el presidente, oficinas, celdas subterráneas y muchos pisos de hackers para interceptar mails de la oposición y llamadas de todo el mundo. Esta fue la estructura que se usó para derrotar a los senderistas primero y para espiar a medio país después.
Montesinos y Fujimori decidieron que hacer inteligencia –algo que había fallado sistemáticamente durante la década anterior– no alcanzaría, y decidieron golpear a Sendero usando sus mismas técnicas de asesinato selectivo. Para eso crearon un escuadrón de la muerte sofisticado, bien entrenado y absolutamente de acuerdo con la metodología elegida. Con el tiempo, el escuadrón acabó bautizado informalmente como Grupo Colina, en homenaje a un oficial muerto en un atentado. Uno de sus miembros más destacados era el mayor Santiago Enrique Martin Rivas.
Cuando era capitán, Martin había sido encargado de manejar al informante Montesinos y ahora era una de las estrellas, díscolas pero brillantes, del Grupo. Era respetado por sus colegas por su actuación, como un muy joven oficial, en la guerra de 1981 con Ecuador, y por su brillante paso por los cursos de inteligencia en Colombia, donde había aprendido cómo se maneja “realmente” a la guerrilla. Por ejemplo, en la toma del célebre penal de Lima que Sendero había transformado en una base. La operación fue hecha a plena luz del día, con periodistas y testigos, y fue una encarnizada batalla porque los guerrilleros lo habían remodelado y transformado en un bunker que tomó cuatro días doblegar. Fue en el último día en que el Grupo Colina entró en acción, se metió en el penal y ejecutó a los miembros del Comité Central de Sendero que ya se habían rendido.
Estas muertes seguían una lógica política. Así como Sendero parecía estar en todas partes y saber todo, el mensaje de Fujimori era que él también sabía a quién matar y que no iba a detenerse por consideraciones legales. Las dos “acciones” que hicieron finalmente célebres al Grupo siguieron la misma lógica. La primera fue la de Barrio Santos, un pobrerío limeño en la que un destacamento del grupo masacró a una célula senderista y se retiró en dos camionetas cuatro por cuatro con luces policiales prendidas. Los muertos eran el núcleo de la formidable red de espías senderistas que posaban de vendedores ambulantes y heladeros, marcando blancos y anotando entradas y salidas de edificios clave.
La segunda “acción” célebre fue muy similar y ocurrió en los dormitorios de la universidad limeña de La Cantuta. Las facultades peruanas suelen tener campus a la norteamericana, con edificios para alojamiento de los estudiantes, y varias se habían transformado en bases operativas y santuario de senderistas, ya que la autonomía universitaria impedía los allanamientos policiales. En 1993, el Grupo envió un comando que secuestró a nueve estudiantes y un profesor y los fusiló en un descampado.
Estos tres fueron los episodios más conocidos y mayores en una campaña de asesinatos de senderistas en todo el país pero sobre todo en Lima. Sendero reaccionó levantando el nivel de violencia a un nivel nunca visto antes, y 1992 quedó en la historia limeña como el año en que la guerrilla se dedicó a volar edificios residenciales al azar, como para aterrorizar a la población. Pero con sus espías callejeros desactivados, con su comité central asesinado y sus redes universitarias en desbandada, Sendero estaba a la defensiva. El final vino con la captura de Abimael Guzmán y su exhibición en una jaula. Pero el Grupo Colina ya había ganado demasiada fama y dentro y fuera del Perú volaban las acusaciones. En 1993 un general desairado por Montesinos hizo pública una acusación detallada contra el Grupo y se exilió en Buenos Aires. Hubo que crear una estrategia y el gobierno decidió negar todo: el Grupo Colina no existía y los casos célebres eran “excesos” de subordinados fuera de control. El mayor Martin y sus colegas terminaron aceptando ser acusados, con el entendimiento de que serían absueltos. Hicieron mal en confiar en Montesinos, ya que terminaron condenados a largas penas, amnistiados después de meses de cárcel y expulsados del ejército. Con la huida de Fujimori a Japón y la caída en prisión de Montesinos, las causas se reabrieron y Martin pasó a la clandestinidad junto a su par y amigo Eliseo Pichilingüe.
Jara cuenta esta historia en todos sus matices y de boca de los militares prófugos a los que fue entrevistando a partir de 2002 en diversos escondites. Martin y Pichilingüe suenan de a ratos como Nixon, preocupados por que la posteridad no los considere criminales sino patriotas que aceptaron que Jara hasta los grabara hablando en video. El libro demuestra tan convincentemente que el Grupo Colina no sólo existió sino que fue creado por Montesinos y Fujimori, que los videos forman parte de las pruebas con que se acusa a ambos por crímenes de lesa humanidad. Y que puede ser el único argumento que conmueva a un tribunal japonés para entregar a un conciudadano.