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Una mirada desde el imperio
Por José Natanson
Había pasado apenas una hora de los atentados del 11 de septiembre. En la Casa Blanca, el funcionario Richard Clarke presidía el comité de crisis cuando le advirtieron: “Rich, el Departamento de Defensa está en alerta de emergencia 3. Ya sabes lo que eso significa”. Entendió de inmediato: George W. había ordenado elevar el nivel militar al máximo posible, como si se estuviera ante una inminente confrontación nuclear. Razonable ante semejante crisis, la operación olvidaba un detalle: nadie les había avisado a los rusos.
Asustados, en Moscú detectaron el alerta 3 norteamericano y, aunque no entendían bien qué pasaba, comenzaron a activar su dispositivo nuclear: los cohetes salían de sus refugios subterráneos y los militares rusos corrían por los pasillos. En Washington reinaba el caos, había mil cosas de que ocuparse, hasta que alguien se acordó de Rusia. “Sería mejor avisarles antes de que se caguen en los pantalones”, dijo Clarke. E instruyó a Rich Armitage, del Departamento de Estado, que corrió a avisar a los antiguos adversarios de la Guerra Fría. “Menos mal que lo he hecho. ¿A qué no sabes quién estaba a punto de comenzar a maniobrar con todas sus fuerzas nucleares estratégicas?”, explicó poco después.
La escena está incluida en el primer capítulo de Contra todos los enemigos (Taurus). Con treinta años de experiencia en la Casa Blanca, el Departamento de Estado y el Pentágono, su autor, Richard Clarke, es un experto en antiterrorismo que fue coordinador del Consejo Nacional de Seguridad durante las presidencias de Bush padre, Bill Clinton y Bush hijo, hasta que renunció en rechazo a la invasión a Irak. El 11 de septiembre fue uno de los pocos funcionarios que permaneció en la Casa Blanca, al frente del comité de crisis, donde se articulaban a través de una videoconferencia los diferentes organismos y departamentos del gobierno.
El libro contiene anécdotas increíbles, especialmente en el primer capítulo, un relato desde adentro de la larga jornada del 11 de septiembre. Por ejemplo, cuando uno de los aviones capturados por los terroristas cayó sobre el Pentágono, en la Casa Blanca pensaban que el edificio estaba destruido... hasta que se les ocurrió mirar la pantalla de la videoconferencia, desde donde los saludaba Donald Rumsfeld. Otro ejemplo fue la orden de W. Bush ese día, que tenía dos directivas: búsqueda y salvamento y... reabrir los mercados. O las frases que se planteaban en aquellos momentos: “¿Cuánto tiempo llevará hacer que aterricen todos los aviones que están ahora mismo en el aire?”. Y la respuesta: “Bueno, son 4400 aviones, y eso es algo que nunca se ha hecho antes”.
Más allá de las vibrantes crónicas en primera persona, sin dudas los pasajes más interesantes del libro, no debe buscarse en el relato de Clarke un análisis profundo de las causas del terrorismo. Es el punto de vista de un experto en seguridad que forma parte del establishment de defensa norteamericano, dotado de una visión imperialista y militarista del mundo, que analiza el problema del terrorismo como una guerra y no explora sus causas profundas: su tesis es que el 11 de septiembre fue posible porque Estados Unidos no usó de forma correcta la fuerza en episodios anteriores.
Pero lo interesante no es el análisis sino el relato detallado de los episodios del 11 de septiembre y de acontecimientos anteriores y posteriores vinculados con otros atentados y con la guerra en Irak. Clarke cuenta, por ejemplo, que en 1983 Reagan buscaba fortalecer a Irak en su guerra contra Irán, para lo cual envió a un funcionario a Bagdad comoseñal de buena voluntad: el funcionario –añade– era Donald Rumsfeld. Justamente, la decisión de invadir Irak fue lo que motivó la renuncia de Clarke y la decisión de escribir el libro. Según cuenta, al día siguiente del ataque a las Torres, cuando todo apuntaba a Al Qaida, W. Bush, Rumsfeld y Cheney ya pensaban en castigar a Saddam, y sólo cedieron ante los consejos de la CIA y el Departamento de Estado, a los que se sumó Clarke con un argumento irrefutable: “Si ahora nos pusiéramos a bombardear Irak sería como si hubiéramos invadido México después del ataque japonés a Pearl Harbor”.