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Blues de la recesión
Por Andrew Graham-Yooll
Hay dos agujeros de bala en el panel de acero, abajo del teclado del cajero automático del Galicia de San Cristóbal. Son souvenirs poco convencionales pero muy apropiados del verano porteño. El asalto fue el 14 de febrero, pero nadie se acuerda de esa fecha aunque los eventos fueron más que reales. Ya hubo cientos, o por lo menos demasiados, de asaltos en este largo y tenso verano del 2002. Ese día le dieron un balazo en la cabeza a un policía, pero nadie se acuerda si sobrevivió. ¿Quién quiere saberlo? ¿Quién da un peso devaluado por la vida de un policía? Hubo 40 policías muertos en Buenos Aires y alrededores desde Año Nuevo. Parece peor que Belfast.
En el sur, en Barracas, los perros compiten con las personas por las bolsas de basura. Hombres pequeños y oscuros, muchas veces acompañados por chicos o mujeres muy preñadas, empujan carritos de supermercado o carretillas cargados de papeles y cartón, o se sientan en las pilas y chicotean caballos hambreados. Los hombres, los chicos, las embarazadas pinchan con palos las bolsas, buscando vidrio o metal o lo que sea. En el centro las personas y los perros buscan comida, generalmente en la puerta de las hamburgueserías de Corrientes o Florida. En Retiro los perros esquivan colectivos para alcanzar la bolsa que deja en la vereda el lavacopas de algunos de los bares que le dan a la alguna vez noble estación su aire a mercado persa. Una mañana había un perro muerto junto a las bolsas rotas. Uno se pregunta si alguna mañana no habrá algún hombre pequeño y morocho muerto sobre la basura desparramada.
Este largo verano se hunde ahora en baldazos de lluvia, en el cuarto largo año –46 meses, según los diarios financieros– de una recesión que ya parece una maldición bíblica. El mendigo rumano que recorre las calles del barrio de las embajadas y los cafés elegantes de Libertador le comenta a uno de sus benefactores que se va de Buenos Aires. La generosidad argentina se secó y ya no ve por qué quedarse. Si se va uno, ¿se irán las familias enteras de rumanos que zigzaguean entre los turistas domingueros de San Telmo? Para algunos sería un alivio: no habrá más mujeres quejumbrosas llevando chicos descalzos colgados de pezones que parecen platos, no habrá más chicos demandando monedas con acentos perentorios.
Pero, ¿a qué hemos llegado si hasta los mendigos emigran? ¿Irán a las embajadas a hacer cola como los argentinos o los peruanos en pánico? ¿A la embajada española o italiana, al consulado polaco, esperando que las loterías de visas los ayuden a irse? Pensándolo bien, ¿qué pasará cuando se acaben las visas porque nunca se agote el número de argentinos en huida? Las colas en las legaciones pueden desaparecer, como el rebusque de cobrar por guardar un lugar, pero no la necesidad de irse. Es difícil aceptar que hay seis millones de pobres en la ciudad y alrededores, que hay doce millones en todo el país, sobre una población de 36 millones. Este verano se escuchó el eco constante de la pregunta del escritor mexicano Carlos Fuentes: “¿Qué les pasa a los argentinos que siempre se hacen estas cosas?”
Para los suplementos de espectáculos, el sonido del verano puede ser la agresiva cumbia villera, lo que revela un par de cosas del país, o el pop tropical de Ráfaga, que es nuestra última exportación cultural, cumbia de las pampas. Para la mayoría de nosotros el sonido del verano será el cacerolazo, con todas sus variantes de tono y volumen. Y la visión del verano será la de personas golpeando las chapas y tablones que protegen los bancos, personas pegando con las manos desnudas sobre el galvanizado, deslizándose al piso con lágrimas en los ojos, en una catarsis pública. Las tragedias individuales rompen el corazón: personas que perdieron sus ahorros, personas engañadas por los políticos, los bancos y la política cuatro veces o más en el último medio siglo. El valor del dólar era ficticio en 1955, cuando costaba 1,70 en los últimos meses de Perón. Alvaro Alsogaray les robó a los empleados públicos con el bono Nueve deJulio. Raúl Alfonsín impuso el ahorro forzoso en los ochenta y la híper se encargó del resto. Domingo Cavallo introdujo el Bonex en abril de 1991 y la gente perdió buena parte de sus ahorros. Y el corralito de Cavallo congeló todo en diciembre. Duhalde dijo que lo arreglaría pero devaluó el peso, sacándole a la gente lo que le quedaba.
¿Cómo puede volver alguien a un banco? ¿Cómo pueden confiar? ¿O es codicia lo que les hace creer, contra toda evidencia, que esta vez van a ganar?
La arquitectura de los bancos cambiará. Solían ser fortalezas neoclásicas, para dar una sensación de solidez. Después se reemplazó el mármol por el vidrio y el plástico. Probablemente vuelvan a parecer fortalezas, protegidas de los manifestantes. La idea de tener agencias inmobiliarias blindadas es curiosa, pero eso es lo que los bancos van a ser cuando pongan en el mercado las miles de propiedades que confiscarán de clientes que no puedan pagar. Las pintadas en los bancos son imperdibles. “Peligro, zona bancaria”, decía uno de los mejores, en la Diagonal. Las pintadas las hacían gente respetable, ahora transformados en clases media desesperados.
Con más del veinte por ciento de desempleo –¿veinte por ciento de qué? probablemente sea mucho más– la decadencia es evidente en la mitad del espectro. Sus miembros están empobrecidos por la pérdida de ahorros, capital y empleos. Lo que queda de esa clase tan activa, el tres por ciento próspero, para en La Biela, en Recoleta, desayunando hasta tarde los domingos. Los más golpeados también están en la calle, en la avenida Belgrano, donde una mujer bien vestida les vende café a los taxistas. Era secretaria hasta que la despidieron. Su marido tenía un pequeño negocio de ropa y ahora vende gaseosas con una caja de telgopor. No tienen un peso. Lo que queda de los comercios en quiebra está a la vista por todo el sur de la ciudad, por Patricios, Boedo, Barracas. Carnicerías cerradas, carpinterías, talleres, negocios de ropa. Esas familias convertían metales y maderas en ingresos suficientes como para vivir y pasar una vacación en Mar del Plata. Los locales llevan años a oscuras. Lo que falta saber es si esta generación de argentinos llegará a ver una recuperación.