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El destape y los fantasmas
Por Martín Granovsky
El desafuero de Augusto Pinochet pone el acento donde debe estar estos días: Chile completa su destape político con la colaboración –ya está claro que no es molestia– del derecho internacional de los derechos humanos.
Al lado de esta gran novedad institucional, el renacimiento de una supuesta internacional del terrorismo suena a bluff, a conversación de jubilados de la CIA y la KGB tomándose un whisky en un pub de Viena.
Los chilenos viven una democracia incompleta. Todavía hay senadores designados y vitalicios. Cada arma designa a su comandante con autonomía funcional. El presidente no puede hacerlo. No es todavía, en Chile, el comandante en jefe de las fuerzas armadas.
Cuando los conservadores argentinos elogian a Chile no suelen reparar en este punto. Más bien inventan un país en el que, presuntamente, no hay diferencias de proyecto social entre la Concertación, en el gobierno, y la oposición de derecha. Un país donde todos disfrutan su papel en la virtual isla exportadora, rinden homenaje a la disciplina fiscal y se tratan anteponiendo la palabra “caballero”.
Después de crecer en el 2003 el 3,2 por ciento, Chile lo hará este año al 6 por ciento, dijo ayer el presidente del Banco Central, Vittorio Corbo.
Es una noticia útil clave la vida cotidiana de los chilenos, para la supervivencia de la Concertación y quizá, también, para pavimentar el camino de Michelle Bachelet, hasta hace poco ministra de Defensa y hoy la candidata mejor colocada para suceder a Lagos tras las elecciones del 2005. Un triunfo eventual de Bachelet cerraría un ciclo. Socialista, esta médica pediatra es hija del general que intentó garantizar la distribución de alimentos a fines del gobierno de Salvador Allende y, por eso, fue maltratado por el régimen de Pinochet hasta provocar su muerte.
Pero ni el futuro electoral ni la suba del PBI, entre las buenas noticias, ni la democracia incompleta, entre las malas, agotan el análisis sobre las novedades de la gestión Lagos. Desde el 2000, cuando sucedió a Eduardo Frei, invirtió una buena dosis de su energía política en impulsar el procesamiento de militares por violaciones a los derechos humanos, presionar socialmente a las cúpulas castrenses para aggiornarlas y reconstruir lo que pasó. Si a esto se suma la propuesta de reforma política y la introducción del divorcio aparecerá la diferencia de lo que hubiera sucedido (es una hipótesis, claro, pero, ¿alguien piensa lo contrario?) con Joaquín Lavín en el Palacio de la Moneda.
En las últimas semanas Lagos difundió un informe sobre la tortura durante Pinochet, mientras el ejército y la fuerza aérea producían una autocrítica institucional similar a la de Martín Balza aquí en abril de 1995. Parece el prólogo de una modernización política que marcará, nada menos que 15 años después, el fin de la transición chilena.
Más allá de cualquier encontronazo con la Argentina –por el gas, por un teléfono no levantado a tiempo o por un canciller reprobado en Peronismo I–, un vecino con mayor calidad democrática es un dato tranquilizador. Completa un circuito que incluye la reconstrucción de la autoridad estatal en la Argentina, el examen doméstico e internacional superado por Hugo Chávez, la huida de Luiz Inácio Lula da Silva del default y el triunfo del Frente Amplio. Estas situaciones ofrecen, en conjunto, un mejor paraguas político para Bolivia, y podrían ayudar diplomáticamente a Colombia si Bogotá tuviera la decisión de pedir una intervención amistosa al estilo Contadora en los ’80.
América latina siempre parece un dominó. En los ’60, golpes. A comienzos de los ’70, procesos de ruptura más o menos de izquierda, más o menos nacionalistas, más o menos populistas. Después los golpes más cruentos de la historia. Las transiciones democráticas. Las democracias con desmilitarización. La apertura salvaje. Y ahora un rescate de lo que un europeo llamaría “mayor cohesión social”: la indigencia ya no es vista popularmente como un dato de la selección natural de las especies. En este dominó regional la guerrilla, e incluso el terrorismo, son un fenómeno en baja y no en alza. Pero el caso del chileno Apablaza Guerra, del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, considerado por un fiscal chileno como el autor intelectual del asesinato del senador Jaime Guzmán ya en democracia, que acaba de ser detenido en la Argentina, aparece como el ejemplo de una Argentina convertida en el hogar insurgente de América latina. “¿Santuario de terroristas?”, se preguntaba una nota sin firma en Ambito Financiero del miércoles. Informaba, como dato misterioso, que ingresó en la Argentina el colombiano Javier Calderón, de las FARC, una “novedad” que no asombraría a ninguno de los políticos argentinos que, en los últimos 15 años, discutió con él. Y otra nota, al lado, elogiaba a la marina chilena, la menos firme de las tres fuerzas en la autocrítica, y cuestionaban que el jefe de la Marina argentina, Jorge Godoy, no hubiera usado también la explicación sobre la Guerra Fría. Se refería, seguramente, a cuando Godoy decidió retirar el cuadro de Emilio Massera del Edificio Libertad en un gesto que no fue sólo histórico: también fue un modo de marcar que, en la Argentina, las Fuerzas Armadas no deben tener relación alguna ni con los golpes de Estado ni con la seguridad interna. Parece que algunos salieron a inventar fantasmas para instalar un peligro que sólo existe en los pubs de la gente ignorante, que aquí a veces se denominan quinchos.