EL PAíS
CALEIDOSCOPIO
Por J. M. Pasquini Durán
A los pies del dolor y la rabia, del estupor y la indignación, del desaliento y la movilización, en tantas combinaciones posibles como las que aparecen agitando un caleidoscopio, se acumulan preguntas para las que se necesitan respuestas. Quizás algunas requieran más tiempo que otras pero son indispensables para que la República, la democracia y la gobernabilidad tengan algún sentido que valga la pena. Así de mayúscula es la tragedia, no sólo por el número de víctimas, atroz, ni por los castigados derechos de los más jóvenes (a la vida, al trabajo, al ocio y a todo los demás), sino porque el drama de República Cromañón reveló que “el Rey está desnudo”.
Esto quiere decir que el Estado está dañado, que la gobernabilidad es ineficiente, que la forma de hacer política sigue divorciada de la ciudadanía, que el ejercicio del poder tiene fallas estructurales y que la propia sociedad tiene que reflexionar más y mejor sobre sus comportamientos. En este campo casi yermo echan raíz los funcionarios coimeros, los empresarios sin alma, los emigrados del infierno. Lo señalaron con propiedad los defensores de derechos humanos en su análisis de los acontecimientos: “Los legisladores de la Ciudad aprueban códigos donde es imposible ‘convivir’ con piqueteros, travestis y prostitutas, pero les resulta posible hacerlo con prósperos y sofisticados empresarios asesinos”. Durante estos días, volvieron a notarse los escasos recursos del hospital público y la enorme, casi heroica, dedicación de médicos, enfermeras y voluntarios.
En la controvertida visión sesentista había odio por las injusticias del sistema y hasta se justificaba “la violencia de abajo” para cambiar el mundo, pero hoy la violencia suele presentarse como un dato interno del propio destino de cada uno, expresada en forma de rabia, rencor o resentimiento por lo general contra el prójimo o contra sí mismo. En una declaración actual, los jóvenes comunistas porteños lo explican así: “Una de las primeras conclusiones a las que llegamos es que evidentemente sobramos, que para nosotros no hay nada, que no hay ningún futuro que nos espere y que por lo tanto estar o no en este mundo da igual. [...] No es culpable el que prendió la bengala en un ritual que inauguraron las nuevas generaciones que acompaña con colores, banderas del Che y de la banda cada canción, que llena de mística, en definitiva, un momento en que los jóvenes nos sentimos, aunque sea por un rato, parte de algo”. Habrá que revisar con cuidado los escritos de Guevara para verificar si es legítima la herencia que se reivindica, ya que a primera ojeada surgen a la memoria ciertas teorías del nihilismo.
En su tiempo, el existencialismo sartreano llegó a preguntarse si el hombre era una pasión inútil, un ser para la muerte. Hoy en día, ya que el rock es el pensamiento filosófico al que se hace referencia, viene a cuento aquella afirmación del Indio Solari, de Los Redonditos de Ricota, predecesores de Callejeros: “Ser under es una circunstancia, jamás una meta”. Afirmación que deberían considerar los que ahora exaltan ciertas conductas marginales como si fueran virtuosas expresiones de rebeldía. En la historia política contemporánea hay diversos ejemplos de tendencias de izquierda que le adjudicaban potencialidad revolucionaria a los núcleos más pobres y marginales, incluidos buhoneros y vagabundos, de manera que no se confunda con pensamiento renovador lo que son meras reincidencias.
De todos modos, hay una variedad de proposiciones que se ofrecen para los interesados en este tipo de material. Desde la muy radicalizada pretensión del PO que pide la abdicación de dos poderes de la ciudad (Ejecutivo y Legislativo) y su reemplazo por una asamblea constituyente inmediata, aunque no queda claro cómo serían elegidos sus integrantes, hasta el oficialismo de Patria Libre: “Por nuestra parte, entendemos que este proceso político puesto en marcha desde la Presidencia de Néstor Kirchner, es una puerta entreabierta a la posibilidad de construir otro país: de progreso, soberano y justo. Y el lugar de los hombres y mujeres progresistas, de izquierda, que tanto han luchado desde 1976 a la fecha, es ser parte del mismo: con sus ideas, sus posicionamientos, sus críticas. Pero hacerlo desde adentro” (No nos equivoquemos, J. Ceballos y H. Tumini).
Después de una semana transcurrida desde la noche trágica, está claro que en las dos puntas del arco ideológico hay bolsones de deseos de tumbar al Gobierno de la Ciudad y, de paso, golpear al Ejecutivo nacional por debajo de la línea de flotación. Sin embargo, no existen elementos suficientes que permitan suponer que la mayoría social comparte esas intenciones. Lo que hay es un reclamo mayoritario que demanda justicia para todos los culpables, fuera y dentro de la Jefatura de la Ciudad, reivindicación legal, legítima, pacífica y democrática.
A pesar de la intensidad dramática de la situación, otra vez los damnificados dieron prueba de su compromiso sustancial con la legalidad democrática, pese a que hay dudas razonables, apoyadas en múltiples antecedentes notorios, que ni los tribunales ni las comisiones investigadoras independientes llegan al objetivo requerido: que los culpables paguen con cárcel los daños ocasionados. ¿Acaso podría ser menor la exigencia? Los ánimos en carne viva ni siquiera se descontrolaron en los encuentros directos con Aníbal Ibarra o con Néstor Kirchner, como a lo mejor supusieron los que demoraron estos contactos. Era evidente su necesidad y mientras más sostenidos y abiertos sean, mayor será la contribución a construir caminos hacia el consuelo y la reparación, ya que el olvido es imposible. “El local Cromañón fue aquel irrevocable destino de una subcultura del infierno y quizás la peor representación del sistema capitalista que divierte y entretiene durante un tiempo y que cuando te das cuenta que es infierno, no te deja salir ni por la puerta trasera”, escribió el presbítero Leonardo Belderrain (Prensa Ecuménica). El Gobierno y el tribunal tienen el deber de mantener abiertas todas las puertas, aún dentro del mismo sistema, para no ser barridos por el desprecio popular.
Hay voces desconfiadas que pronostican impunidad al final del trámite y se apoyan en lo que ya podría nombrarse como una tradición negra de Argentina. Además, el nombramiento de Juan José Alvarez, al que sus críticos vinculan con el asesinato policial de Kosteki y Santillán en Avellaneda, para hacerse cargo del área de seguridad en la Capital, ha suscitado más de un recelo, no sólo por el antecedente citado sino porque su aparición se vincula a pactos políticos internos en el justicialismo entre Kirchner y Duhalde, ya que el Gobierno de la Ciudad no está en fuerza después de la tragedia. Y ese tipo de acuerdos provocan sospechas porque su propósito sería consolidar posiciones del anticambio, de la antirreforma, en síntesis de la vieja política, principal responsable de la decadencia nacional en todos los ámbitos. En un plano más general, la desconfianza supone que los políticos se refugiarán en el bajo nivel, con rostros de preocupados, hasta que la TV y la prensa pongan su foco de atención en otro tema, para luego regresar de nuevo a sus prácticas habituales, mientras las movilizaciones se reducen a una minoría de afectados.
Aún con estas prevenciones, el futuro no depende de la voluntad de caudillos políticos sino de la capacidad social para influir en el destino colectivo. Dijeron bien en su declaración los defensores de derechos humanos: “Más allá de sumar víctimas a la larga lista de los muertos por el sistema, incorporemos a estos cientos de jóvenes, niños y adultos a la memoria de la lucha por la justicia”. En esa memoria, diciembre de 2001 espera el razonable proceso para cumplir la exigencia de auténticos cambios, que significan un nuevo Estado, otras maneras de hacer política y de ejercer el poder, usar la gobernabilidad para el bien común y guardar en el museo de la memoria a todos los que en su campo de acción hicieron posible la cadena de circunstancias que enlutó a los argentinos. Ese cumplimiento es una de las garantías más serias para prevenir nuevas tragedias.