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Pobres
Por J. M. Pasquini Durán
“Los tiempos que vivimos son indeciblemente difíciles e inquietos”, escribió en el principio de su testamento el papa Juan Pablo II, protagonista de su tiempo hasta el final de su vida. Y más allá también: su funeral ya quedó anotado en la historia como la primera manifestación “globalizada” del siglo XXI, realizada mediante recíprocas y simultáneas influencias popular y mediática. Aunque el Papa polaco anotó una década después en el mismo testamento que el final de la “guerra fría” amenguaba las dificultades e inquietudes de los tiempos, debió atenuar esa expectativa personal ante la tremenda certidumbre de la pobreza: en el momento de su muerte más de 800 millones de personas pasan hambre y la malnutrición crónica agobia a casi 500 millones, según cifras de las Naciones Unidas. La concentración de la riqueza es tan grande, registran las mismas fuentes, que las 358 personas más ricas del planeta poseen una fortuna equivalente a los ingresos anuales sumados del 45 por ciento de las más pobres.
En su presentación ante un comité de la ONU, la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) recalcó: “Las desigualdades económicas y sociales son cada vez más notorias y se experimenta un proceso paralelo de deterioro de las bases económicas de las clases medias que pasan a engrosar las filas de la pobreza”. La Cepal certificó que debido a los índices de desigualdad la primera región del mundo es América latina, sede de la más grande concentración de católicos declarados en el planeta. En ese contexto general y con el mapa económico-social de la Argentina a la vista, el gobierno nacional sería irresponsable y suicida si no estuviera alarmado ante la posibilidad de un empujón inflacionario. Los aumentos de precios durante el último trimestre produjeron, en números redondos, trescientos mil nuevos pobres, pero aun estos datos son benévolos con sólo tomar en cuenta que el diez por ciento de la población vive en el borde de la línea de pobreza, a punto de caerse al mínimo traspié.
La inflación no es un problema técnico de la economía o la mera consecuencia de la avidez de doscientas empresas que “forman precios”, aunque éstos y otros son factores convergentes, internos y externos, permanentes o de temporada, que tejen la madeja del problema. Para decirlo de una manera sencilla, es un defecto del sistema y por eso aparece en los países ricos como en los pobres, sobre todo en épocas de relativa bonanza, pero no es intratable. Igual que algunas enfermedades crónicas, hay tratamientos específicos que pueden mantenerla bajo control, siempre que se tenga en cuenta, lo mismo que en medicina, que la enfermedad puede ser única pero cada paciente es, a la vez, igual y diferente a los demás. Dicho de otro modo, al contrario de lo que piensan variados economistas que se repiten a sí mismos en cada ocasión, no existen las recetas ni las fórmulas válidas para cualquiera, no importa cuál sea la circunstancia. Tampoco se trata sólo de elegir entre los remedios de las finanzas o del mercado, porque contribuyen al problema, como a la resolución del mismo, diversos factores no económicos ni financieros, desde la fortaleza del poder político hasta las dosis de confianza y participación en la sociedad. No es lo mismo Perón de los años ’50 persiguiendo “el agio y la especulación” que Alfonsín a fines de los ’80 batiéndose contra la hiperinflación, aunque a más de un imaginativo se le haya dado en las últimas semanas por hacer comparaciones con la actualidad.
Cuando la inflación se instala en los círculos de la producción y el comercio, de inmediato se disparan algunos debates que son clásicos, por ejemplo entre empresarios y sindicatos, para ver quién paga la factura de los remedios antiinflacionarios. En un año electoral como éste, se agrega el forcejeo entre los políticos que desean agasajar a las clientelas de votantes y los que están limitados por los márgenes de la gobernabilidad. En sus recientes discursos, el presidente Néstor Kirchner eligió la fórmula papal “Totus Tuus ego sum” (“soy de todos”, en traducción libre) y propone un país ideal en el que los empresarios tengan una rentabilidad razonable y los trabajadores, un salario digno. No está mal como horizonte para una sociedad capitalista, pero antes de alcanzarla habría que nivelar los platos de la balanza para superar ese record de desigualdad que anotaba la Cepal para América latina.
En este país la inequidad es notoria, ya que el sector del trabajo, durante las casi tres décadas del papado que acaba de finalizar, perdió alrededor de la mitad de sus ingresos, mientras los más ricos se quedaron con dos tercios de la torta nacional. La expropiación, cabe recordar, se realizó mediante dos procedimientos. Fue primero el terrorismo de Estado que aniquiló físicamente a las comisiones sindicales de base y a las vanguardias obreras, y luego el neoliberalismo, que desmontó sin miramientos toda la legislación que protegía los derechos económicos y sociales del trabajador. Con razón este año en Ginebra la APDH apeló a las Naciones Unidas para restablecer el concepto válido: “Los derechos económicos, sociales y culturales, junto a los derechos civiles y políticos conforman un cuerpo integral e indivisible [y] son exigibles y justiciables, para lo cual resulta necesaria la existencia de procedimientos judiciales aptos que abran el camino para juzgar y condenar a quienes los violan impunemente”.
En los debates acerca de cómo enfrentar la inflación, se mencionó a menudo el requisito de abolir el trabajo en negro como condición indispensable para fijar una política de ingresos sobre bases de justicia. Es indudable la razonabilidad de la demanda, pero es una percepción restringida cuando se presenta el trabajo en negro o “informal” como una mera consecuencia del desbarajuste económico del 2001/02, las limitaciones rentables de algunas pymes o la obligación legal de un monto indemnizatorio por despido. La cuota de hipocresía en ciertos argumentos consiste en desconocer que en ciertas etapas del desarrollo económico, la acumulación primitiva del capital requiere de una mano de obra semiesclava.
Sólo a título de referencia y sin agotar el análisis, la actual prosperidad italiana también tuvo durante unas tres décadas posteriores a la II Guerra Mundial una importante porción de economía informal, y si alguien revisa la historiografía norteamericana surgida en los ’80 encontrará abiertas reivindicaciones acerca de las virtudes del trabajo esclavo en el tendido de ferrocarriles y en otras áreas de la que hoy es la mayor economía de Occidente. La diferencia sustancial entre el desarrollo de estos casos y la decadencia argentina es que la ganancia exorbitante de la “informalidad” productiva fue devorada por la corrupción y las remesas al exterior de notables fortunas, a punto tal que fondos de argentinos fugados a países ricos o paraísos fiscales son estimados en alrededor de 150 mil millones de dólares, sin contar las ganancias exportadas por corporaciones multinacionales o por fondos especulativos. Hasta es difícil imaginar cómo sería la Argentina si esa altísima tasa de rentabilidad hubiera sido aplicada al desarrollo nacional.
Cuando se dice que la megacorrupción es el principal factor de inestabilidad político-social en América latina, no se exagera ni un milímetro. Algo de esa experiencia ha sido asimilada, a fuerza de dolor y sacrificio, por capas de la ciudadanía que están dispuestas a ejercer un cierto derecho de veto contra el juez o el policía inescrupulosos, contra el gobernante inepto o aplicando, esto todavía de manera embrionaria, el boicot a los que aumentan los precios. Es imposible pensar el futuro inmediato sin tomar en cuenta este ejercicio popular, pero también en ese paisaje auspicioso se nota la ausencia de una corriente que unifique o coordine ese movimiento social activo y lo transforme en un torrente político para impulsar al gobierno y al Estado más allá de las fronteras de lo que está establecido, hacia horizontes que todavía son más intuición que certidumbre.
En la despedida de Juan Pablo II llamó la atención de los observadores la presencia masiva de jóvenes, a los que el Papa por un lado exhortaba a luchar por la felicidad y por otro les prohibía el sexo seguro y postergaba a la mujer. Es imposible ignorar la influencia papal en las inclinaciones ideológicas de muchos católicos, tanto así que se asegura que hoy en día seis de cada diez miembros del rebaño norteamericano cambiaron el voto a favor del guerrerista Bush, pese a la proclamada vocación pacifista del teólogo conservador. De todo eso, ¿qué sedujo a los jóvenes, aparte de la influencia mediática? Una visión podría argüir que hay una creciente tendencia conservadora en las sociedades actuales como reacción a las crisis ideológicas y de identidad, pero también –ojalá así sea– esas muchedumbres juveniles sólo admiran la entrega a una causa, sin juzgar el contenido de la misma, como una dimensión ética o como una utopía, sentidos que a pesar de todo siguen formando parte de la dimensión humana. Aunque estos asuntos parecen lejanos a la cotidiana preocupación por los precios y tarifas que se inflan, tal vez este análisis debería recuperar esa dimensión ilusionada, de compromiso verdadero con el bien común, de solidaridad fraterna. ¿O el buey solo bien se lame?