EL PAíS

Búsqueda de identidad de refugiados de los nazis

Muchos judíos llegaron al país después de la guerra y tuvieron que mentir que eran católicos para poder entrar. Están corrigiendo sus papeles con un trámite especial.

 Por Sergio Kiernan

La derogación de la circular 11, la orden secreta que prohibió la entrada de judíos a Argentina durante la guerra, está teniendo una consecuencia inesperada. Sobrevivientes del Holocausto, que llegaron al país en brazos de sus padres, están pidiendo que se limpien de los registros las mentiras que tuvieron que decir para que los admitiera un régimen que cerraba las puertas con crueldad. La más común y dolorosa fue que los refugiados judíos tuvieran que declararse católicos por escrito para esquivar la prohibición de Cancillería. El trámite ante la Dirección de Migraciones se resuelve con una rutinaria “corrección”. El Gobierno acaba de ordenar que, como una reparación simbólica, no se cobren los 200 pesos que suele costar el estampillado.
La circular 11 fue la orden secreta emitida en 1938 por el canciller José María Cantilo para evitar que perseguidos políticos y judíos recibieran visas de entrada a Argentina. En un lenguaje sin ambigüedades, Cantilo dejaba en claro que no había circunstancias atenuantes: no quería que las víctimas del nazismo en Alemania y de la guerra que todos veían venir encontraran refugio por aquí. Evidentemente fue una orden grata al servicio exterior, ya que fue cumplida a rajatabla durante toda la guerra, cuando Cantilo era un recuerdo y gobernaban los coroneles del GOU.
La circular tenía que ser leída y quemada, no fuera cosa que quedaran rastros, pero el cónsul argentino en Estocolmo guardó una copia en el archivo, donde la encontró a fines de siglo la investigadora Beatriz Gurevich. La Ceana, comisión creada por Guido di Tella para lucimiento internacional de su jefe Carlos Menem, nunca la difundió, pese a que teóricamente tenía el mandato de investigar las actividades nazis en el país, y el papel sólo vio la luz en el libro La auténtica Odessa, del periodista Uki Goñi. Y entonces empezaron a pasar cosas raras.
Por ejemplo, que el libro lo leyó Diana Wang, nacida en Polonia hace 59 años y llegada al país en brazos de su mamá el 4 de julio de 1947. Wang preside la ONG Generaciones del Holocausto, que reúne a sobrevivientes de la masacre nazi, sus hijos y nietos. Como tantos inmigrantes de su edad, Wang sabía “que habíamos tenido que decir que éramos católicos para entrar al país”. Pero era un conocimiento difuso, una memoria recibida de los padres y archivada en el casillero de las “cosas que pasan”. Fue “cuando me enteré que pedían que se derogara la circular 11, que me cayó como un balde de agua fría, que me di cuenta de que no era tan natural que mis padres hubieran tenido que mentir. Empecé a hablar del tema y recibí mucha respuesta, hay mucha gente a la que le había pasado lo mismo”.
En mayo, Wang fue a la Dirección Nacional de Migraciones y pidió hablar con su jefe de prensa, Enrique Aschieri, a quien le explicó la situación y le dijo que “quería hacer lo mismo que hicieron los refugiados nazis, que al tiempo de llegar sacaron documentos con sus verdaderos nombres”. Aschieri le explicó que no había problema, prontamente hizo buscar el documento relevante y le contó que hay un simple trámite de corrección que permite salvar errores y –por qué no– verdades de compromiso. Sólo que el expediente costaba 200 pesos. Con el libro de desembarco abierto sobre una mesa, con su nombre y el de sus padres seguidos por la palabra “católico”, Wang dijo: “De ninguna manera. En lugar de cobrarme deberían pedirme disculpas”.
Aschieri le dio la razón, pero el pequeño problema es que el vocero no puede salirse de la ley.
El 8 de junio, Wang estaba sentada en el salón Sur de la Casa Rosada, entre los invitados a la ceremonia en que el canciller Rafael Bielsa, flanqueado por el presidente Néstor Kirchner y su ministro del Interior, Aníbal Fernández, derogó simbólicamente la circular 11. “Apenas terminó el acto le salté encima a Fernández y le expliqué lo que pasaba”, cuenta Wang. “Ni me dejó terminar que me dijo que él lo arreglaba. Y le aclaré que el mío no iba a ser el único caso, que no era un tema personal únicamente.” Poco después, la secretaria de Fernández se comunicaba con Wang y le pedía que hablara con el director de Migraciones, Ricardo Rodríguez. Después de “como una hora por teléfono”, Wang y Rodríguez quedaron en verse este jueves, 7 de julio.
Lo que encontró la inmigrante/refugiada al llegar a Migraciones fue a un sonriente director que le tenía un regalo: un expediente flamante que solucionaba su pedido sin arancel y que se transformaba en leading case para cualquier otra persona que pidiera lo mismo. “Todo lo que hay que hacer es mencionar el expediente 3729/05”, explica la beneficiada.
Lo que para Wang es un acto de reparación de la memoria, para Esther Schneider es también el fin de un problema mayúsculo de toda la vida. Nacida en un campo de refugiados en Alemania en 1947, hija de dos polacos que salvaron su vida de milagro y se conocieron en Rusia, Schneider nunca pudo tener una ciudadanía: es apátrida y sólo puede salir del país si su marido le firma el pasaporte, como si fuera una menor de edad. El joven matrimonio Sznajder –como se escribe en polaco– pasó de Alemania a París para embarcar a la Argentina, desde donde una tía había realizado “un llamado” para que pudieran emigrar. Con dinero girado por la pariente porteña, el joven matrimonio tramitó una visa mintiendo su religión, exhibiendo pasaportes de la Cruz Roja donde figuraban con su apellido germanizado como
Schneider y por entonces rarísimos pasajes de avión. “Pero alguien los delató, el Consulado canceló las visas y no pudieron volar a Buenos Aires”, cuenta Esther.
La pareja viajó por barco a Montevideo y de ahí pasaron a Buenos Aires sin arriesgar más trámites. Con los años, todo se normalizó excepto algo: la pequeña Esther no era ni alemana, ni polaca, ni argentina, y todos sus documentos la declaraban apátrida. “Fui muchas veces a Migraciones y, mire usted, nunca encontraban nada. Me cobraban, me hacían esperar días, y nada”, cuenta indignada Schneider. “Pero esta vez voy, me atienden muy bien y en cosa de dos horas viene Carlos Riqueti, el jefe de Archivo, junto a Aschieri con el libro de desembarco donde estamos todos. No lo puedo creer. Ahora me juré no sólo que voy a dejar de ser apátrida sino que voy a nacionalizar también a mi mamá, que tiene todos los papeles hechos, pero siempre todo se trababa en Migraciones.”

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En Migraciones se está corrigiendo simbólicamente una vergüenza de los años cuarenta.
 
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