EL PAíS › OPINION

Biotipos

 Por Eduardo Aliverti

Ellos son los dirigentes políticos y los sindicales, a la cabeza. Más abajo, pero muy poco, los funcionarios de casi todo rango. Vaya uno a saber si un poco más abajo o bastante más arriba, los candidatos electorales. Y seguro que arriba de todo, con la salvedad de que ya se los considera prácticamente inexistentes porque el Congreso no funciona y entonces ni siquiera se habla de ellos, los diputados y senadores (que vienen a ser una suerte de subgrupo dentro de la dirigencia política, en la consideración popular). En ellos debería figurar la dirigencia del gran empresariado, pero no figura.
Y nosotros somos nosotros. Vendríamos a ser mucho más los espectadores de lo que pasa que los protagonistas de lo que pasa. Hacemos la torta, pero no la cortamos ni la distribuimos. Esos son ellos, el poder económico y sus gerentes políticos y, por favor, entendiéndose por “políticos” mucho más que lo que el convencionalismo designa como tales. Políticos son también, y por ejemplo, los dueños de la opinión –analistas, economistas, “especialistas”, dirigentes sectoriales– que circulan por los medios masivos como propietarios de la crítica tolerada, siempre respondiendo a la lógica de clase de que, como dice el tango, la razón la tiene el de más guita, y el derecho que está por encima de todos los otros es el de propiedad privada.
Esta columna se preguntaba hace una semana si nosotros somos mejores que ellos. Si nosotros somos necesariamente mejores que ellos. Si nuestras necesidades básicas insatisfechas total, casi total o parcialmente implican que nuestros intereses también son contrapuestos a los de ellos. O si resulta que la forma de ver la realidad de nosotros es funcional a la que necesitan ellos. Volvamos ahí. ¿Los trabajadores son mejores que los sindicalistas? ¿Los televidentes son mejores que la televisión? ¿Los maestros y los profesores son mejores que la educación? ¿Los lectores son mejores que los diarios? ¿”La gente” es mejor que los dirigentes?
Es obvio, de una obviedad escandalosa salvo, precisamente, para quienes moran en un frasco, que el Gobierno y su candidata principal derechizaron el discurso. Y no sólo el discurso, salvo que aun habitando un frasco se pueda ser tan oligofrénico como para suponer que la represión a la puerta de la Rural fue el producto de un jefe policial “ido de mambo” y de un conjunto de animalitos de uniforme cebados por las ganas de pegar. Del mismo modo que la referencia de Cristina Fernández, durante su lanzamiento en Rosario, a la aparición de “violentos”; y del mismo modo que el remanido recurso usado por su esposo al acusar de “ultraizquierdistas” a los trabajadores del Garrahan en huelga, lo sucedido en la Rural expresa los reflejos gubernamentales para sensibilizarse ante el hartazgo, por las protestas urbanas, de lo que se supone son los sectores medios que van a definir las elecciones de octubre. Ese argentino-tipo, o argentino-medio, o argentino de los medios, está a su vez significado, valga lo último, por el bicho que más impacto produce en la prensa. El de la grasada de dónde iremos a parar; el que más se destaca en los llamados a las radios; el que más insultos prodiga al frente de su auto o su taxi por el centro porteño; el que más habla de su derecho como ciudadano que paga impuestos y no merece que unos desarrapados le impidan caminar libremente.
Dos probabilidades. Según una, ese biotipo efectivamente existe más allá de la clase media y de los propios sectores populares de la Capital y el conurbano bonaerense porque, en el imaginario colectivo del resto del país, el enemigo también es identificado por los devaluados y desposeídos entre otros devaluados y desposeídos (igual o peor que ellos). En ésta, no queda duda de que nosotros somos como ellos. O al menos que nos parecemos peligrosamente.
La otra probabilidad sugeriría lo contrario. En ésa, no es cierto que sea decisivo el peso de la tilinguería de la gran urbe. Y la realidad es muchomás compleja que la media indicada por los temas que instala la prensa grande ultraconcentrada en pocas manos, y por los mensajes fascistoides en las radios. En ésa sigue estando claro que es la ciclotímica clase media la que fija la agenda pública, pero no que ésta responda a lo que ocurre en y con toda la sociedad. Sin embargo, si es esta segunda, si tanta gente y tanto razonamiento berretísimo es nada menos pero también nada más que aquello que muestran los medios, ¿cómo puede ser que en vez de irse hayan vuelto todos, y que vuelva a votárselos, y que los grandes candidatos electorales –no únicamente los oficialistas– puedan animarse, sin ningún problema, a centrar su campaña en lo que debería importarle, como mucho, a una señora gorda?

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