EL PAíS › PANORAMA POLITICO
RETOS
Por J. M. Pasquini Durán
Roberto Lavagna criticó esta semana a los empresarios que usan la perinola con una sola cara: “toma todo”. El ministro les reprochó la insaciable avaricia casi como una ingratitud hacia todas las concesiones que el Gobierno dispensa a los intereses de alta concentración económica. ¿Podía esperar otra actitud? Esos grupos se afirmaron en sus privilegios durante tres décadas y no están dispuestos a resignar nada, puesto que consideran que podrían conseguir todavía más. Son, por lo mismo, el obstáculo más difícil de remover para avanzar hacia la redistribución del ingreso y la recuperación de una justicia social equilibrada, o por lo menos razonable. Creen que parámetros de ese tipo corresponden a regímenes políticos populistas, demagógicos y, si los apuran un poco, tiránicos, lo que los convierte en el núcleo duro de la oposición conservadora sin partido en la medida que el presidente Néstor Kirchner pretenda pagar la deuda social pendiente, condición inexcusable si no quiere perder las cuotas de legitimidad institucional y popular conquistadas durante la primera mitad de su mandato. Los métodos de esa clase de opositores son ajenos a las reglas de juego de la República, ni qué hablar de la democracia; utilizan la fuerza para imponer su voluntad, la espada de los militares en el pasado y ahora la especulación financiera y comercial. Saben que los aumentos de precios son como la gota que horada la piedra en el ánimo público y gotean sin remordimientos. Después de la era neoliberal, el desenfrenado poderío económico, fuente comprobada de la megacorrupción, es el mayor reto a la gobernabilidad democrática. En esa puja, el conflicto social, cuando es legítimo en sus reivindicaciones, bien orientado puede ser un aliado de los que no quieren ser sometidos por la fuerza de los privilegiados.
Para los administradores del Estado, los tiempos de la globalización les proponen nuevos desafíos. Hoy en día, tasas de crecimiento como las de los últimos tres años tendrían que haber esparcido bienestar si los ingresos estuvieran distribuidos por mitades entre el capital y el trabajo, tal como fue hace poco más de tres décadas. Como el reparto está desequilibrado en porciones escandalosas, el grueso de los beneficios de la recuperación va a parar a los mismos bolsillos, manteniendo y agrandando la brecha entre pobres y ricos. Otra condición del momento es que hay más pobres que desempleados, o sea que se puede tener trabajo pero con ingresos tan insuficientes que a veces ni siquiera hay posibilidad de perforar la línea de la indigencia. La mayoría de las jubilaciones y la totalidad de los subsidios están a ese nivel mínimo, mientras que otro tanto sucede con el llamado empleo informal, o negro, que percibe menos de lo que estipulan las normas legales pero abarca a casi la mitad de la mano de obra ocupada. Por lo tanto, los convenios resueltos en paritarias y los aumentos salariales por decreto, atienden a una parte del problema. Otra contribución determinante es la creación de empleo formal, y no cualquier empleo, a escala masiva, pero aún así la lucha eficaz contra la pobreza y la exclusión demandan medidas complementarias, quizá la principal una transferencia de ingresos de los más ricos a los más pobres por vía tributaria o cualquiera otra que el Estado arbitre, lo cual no sería más que una devolución equitativa de lo que expropió el neoliberalismo de un modo salvaje.
Para impedir que cambie el reparto, la minoría beneficiada usa los instrumentos de su poder económico, pero busca también que sus intereses tengan representación política o sean legitimados por fuerzas sociales como la Iglesia Católica, cuya voz conserva una alta dosis de repercusión en la sociedad, tan necesitada de referentes veraces. El último veredicto de las urnas fue desfavorable para ese tipo de ambiciones. El diputado electo Mauricio Macri y el gobernador neuquino Jorge Sobisch no acreditan la entidad indispensable para producir un fenómeno como el menemato de los años ’90, una nostalgia imborrable para la oligarquía conservadora, sin expectativa de reproducción en el corto plazo. Los que piensan que no es posible edificar una alternativa sin desprender una napa del peronismo, más de una vez se les ha cruzado la idea de Lavagna como el centro de una coalición electoral de centroderecha. No puede extrañar entonces que la derecha política se haya apresurado a colgarse de las sotanas episcopales con motivo de la última declaración de los purpurados. Alcanza con revisar las opiniones recogidas por las crónicas para advertir el alineamiento: Sobisch, Luis Patti, Alberto Natale, Federico Pinedo, entre otros, se apresuraron a enarbolar el banderín eclesiástico. Habrá que esperar que esos acólitos lleven a la práctica tanta adhesión y en Neuquén, por ejemplo, se repartan las tierras como demandan los obispos. El borrador del documento era un extenso pliego de críticas elaboradas por el obispo Carmelo Giaquinta, un cruzado contra las políticas de educación sexual y procreación responsable, ahora pasado a retiro. Según las versiones de los que conocen los códigos del pensamiento episcopal esa primera aproximación fue recortada con severidad por el plenario en busca de algún equilibrio.
En esa búsqueda, los orígenes de la pobreza masiva no fueron ubicados, como lo haría una opinión independiente, en los años ’90, tal vez porque el menemato y el Vaticano mantuvieron relaciones tan carnales como el dogma religioso lo permite. Tampoco quisieron darle mérito a los esfuerzos del actual gobierno, ya que en la contabilidad de los purpurados los temas de las prácticas sexuales y la educación son vividos como retos a la autoridad moral de la Iglesia, que se mira a sí misma como guardiana suprema de ciertos valores, del mismo modo que en el siglo XX las Fuerzas Armadas pretendían ser la salvaguardia última de la condición nacional. El caso Beasotto figura también en el debe porque si bien entienden el resquemor oficial creen que la solución es privilegio excluyente de la autoridad vaticana. Por otra parte, los obispos opinan que el comprometido esfuerzo para elaborar un programa destinado a la edición local del Pacto de la Moncloa, o sea de un gran acuerdo nacional a través de la Mesa del Diálogo, fue subvalorado por los políticos en general y por el Gobierno en particular. Por fin, no son pocos los que consideran que deberían morigerar el poder presidencial, intención que escuece más con el recuerdo de las relaciones últimas de la Iglesia con el peronismo de la mitad del siglo XX, ya que el idilio con Menem no se puede ventilar debido al desprestigio actual del ex presidente riojano. Si bien el documento expone con crudeza la cuestión social en toda su gravedad, el recuento no es del todo ingenuo ni las predicciones son infalibles porque parten del supuesto que nada se hará para impedirlo. Si bien no fue esa la intención, a juzgar por lo que opinan los expertos, de todos modos el gesto quedó expuesto a la manipulación de la derecha política.
La réplica presidencial, en el tono y el talante habitual de Kirchner para las críticas que juzga mal intencionadas, tal vez fue más allá de lo que merecía la ocasión pero, veterano político, concentró la atención pública en el tema, subordinando otros que le preocupan con seguridad tanto o más que las opiniones episcopales, como son la inflación y el juicio político al jefe de Gobierno porteño. En la cúspide del Episcopado, como era de esperar, fue grande el descontento pero optaron por no aumentar el incendio, a la espera de una oportunidad para responder. Mientras tanto, oficiantes de buena voluntad de ambas partes tratan de provocar un encuentro, aunque sea reservado, para que el cardenal Jorge Bergoglio y el Presidente puedan aclarar los malos entendidos, si los hay, y exponer cara a cara las ideas de cada uno para que la relación no quede atrapada en los prejuicios recíprocos. Sería útil, de paso, para apaciguar la vocinglería mediática, la misma que ahora bate parches con la suerte de Aníbal Ibarra.
Los medios, sobre todo la televisión, pocas veces distinguen las categorías cuando se trata de armar debates sobre cualquier cosa y este caso no es la excepción. Así, el punto de vista de constitucionalistas y legisladores son mezclados, en un pie de igualdad, con los de los padres y familiares de las víctimas que analizan las complejidades del proceso político nacional desde su inmenso dolor pero en la mayoría de los opinantes llevados por el imperativo de descargar las culpas propias y ajenas en una cabeza visible, con nombre y apellido. ¿Hubo manipulación en la Legislatura? Claro que sí, es un recinto político, pero asimismo es verdad que el jefe de Gobierno había acumulado errores políticos y de procedimiento que no le permitieron estar a la altura de los acontecimientos. De acuerdo con sus reflexiones en público, después de la suspensión, a la espera del juicio político, sigue teniendo una visión recortada de la amplitud del problema que enfrenta y de las relaciones con los vecinos de la ciudad, que no lo quieren voltear, así dicen las encuestas, pero no hay duda que desean un mejor gobierno. Las señales del 23 de octubre también deberían ser incluidas en los análisis íntimos de Ibarra. Tal vez le convenga recordar un cuento andaluz: Sherlock Holmes y su inseparable Dr. Watson se ven obligados, en medio de alguna aventura, a pasar la noche en una carpa. En mitad de la noche, Holmes despierta a
su compañero:
–Dígame qué ve, Watson.
–Veo un magnífico cielo estrellado ...
–¿No ve otra cosa?
–Veo la Osa Mayor, la Menor y otras constelaciones...
–¿Qué otra cosa?
–Bueno, en un sentido científico veo la posibilidad de vida en otros sistemas estelares ...
–No, Watson, no. Lo elemental, Watson: nos robaron la carpa.