Sábado, 4 de marzo de 2006 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Por J. M. Pasquini Durán
En el penúltimo mensaje a la Asamblea Legislativa de su actual mandato, el presidente Néstor Kirchner demoró dos horas de lectura rápida para enumerar las obras realizadas, en trámite o proyectadas durante su gestión. El minucioso inventario, que incluyó desde rutas provinciales a la renegociación de la deuda externa, fue apabullante en datos y estadísticas, aunque el mismo discurso se encargó de ubicarlo en su debido contexto: “Todavía estamos en el infierno”, advirtió el relator. En sustancia, hubo poco que no haya sido dicho antes por el mismo Presidente, dado su infatigable hábito de ocupar la tribuna a diario para comentar la realidad nacional. Igual que en otras oportunidades, la nota emotiva llegó al final del discurso mediante la evocación de las gestas juveniles de la militancia en los años setenta, en alguna de las cuales participó el matrimonio Kirchner, en especial porque dentro de veinte días se cumplirán treinta años del golpe de Estado de marzo de 1976.
Kirchner considera, con razón, que la memoria y la justicia son aglomerantes de la unidad nacional, antes que factor de encono y división como pretenden los voceros de la derecha y los defensores, abiertos o solapados, de la obra cruel de la última dictadura militar. Va más allá y afirma que los compromisos militantes de variados signos y métodos de aquellos años, con aciertos y errores, son inspiradores por su capacidad de entrega y de ensoñación, por su afán obstinado de imaginar un país mejor y luchar por su realización. De paso, reafirmó el compromiso con la defensa de los derechos humanos, a la que calificó de política de Estado. De todos los asuntos comprendidos en su balance, sólo la tarea educativa mereció también la misma calificación. Fue evidente que la reforma de la educación, en todos los niveles, será una de las tareas prioritarias en los dos años que le quedan de mandato.
La economía con todas sus implicancias sociales ocupó buena parte del discurso y le permitió reconfirmar que las políticas adoratrices del mercado no son opción ninguna para su gobierno. Advirtió incluso que las empresas privatizadas de servicios públicos tendrán que aceptar que el Estado revea los contratos que fueron elaborados con los parámetros de las políticas neoliberales, con lo cual, sin asumir compromisos concretos, sugirió que los previsibles aumentos de tarifas serán diagramados de modo que afecten menos o nada a los más postergados. El recuento de la recuperación económico-social, por supuesto, mostró saldos favorables hasta el presente y augurios positivos en el corto plazo.
El Gobierno sabe que está pendiente la redistribución de la riqueza con sentido de justicia social, pero el mensaje insistió en adjudicarle esa tarea a la oferta de nuevos empleos, pese a que la experiencia indica que hay más pobres que desocupados y que no obstante los 37 meses seguidos de crecimiento y los 2,8 millones de flamantes trabajos genuinos, se ensanchó la brecha entre ricos y pobres debido al tamaño de la porción de torta que se lleva cada uno.
Conservadores y progresistas demandan una reforma tributaria, de sentido diferente, claro está, pero el tema ni figuró en la puntillosa memoria y balance presidencial, aunque en los días previos el jefe del Estado había descartado hasta la posibilidad de elaborar un proyecto, pese a que la situación de la cuarta categoría ya pasó a la agenda de las reivindicaciones sindicales, con los ribetes dramáticos que tuvo la demanda en Las Heras de Santa Cruz, la provincia natal de Kirchner. ¿Tendrá razones de doctrina económica ese rechazo tan categórico? Puede ser, pese a que los círculos cercanos al pensamiento presidencial lo atribuyen a motivos de índole política. Según estas versiones, considera que no estaría en fuerza para imponerse a los núcleos coaligados de alta concentración económica que no aceptarían, salvo que sean forzados, una reforma que le otorgue carácter progresivo al sistema impositivo.
Si éste fuera el caso no sería de extrañar, pese a que la autoridad presidencial da la impresión de estar consolidada como pocas, tanto que sus críticos más hostiles lo acusan de poder excesivo, porque desde hace un tiempo, aquí y en casi todo el mundo, los institutos de representación formal tienen que lidiar con influencias de distinto signo que compiten en la atención de la sociedad, alterando a veces la agenda de las cúspides institucionales. Ante todo, es un lugar común que los partidos políticos son escenográficos y carecen incluso de capacidad de convocatoria popular. Otra evidencia es que durante toda la época de hegemonía neoliberal, sobre todo a partir del menemato, las corporaciones económicas se apropiaron de la capacidad de decisión que le corresponde a la política y hasta hoy se resisten a perderla. Y, por último, con la reposición de la república democrática, la participación ciudadana va creciendo a medida que se expande la conciencia colectiva sobre los asuntos públicos. Por su carácter novedoso, este último aspecto merecería algunas reflexiones más rigurosas del movimiento social y político.
En los últimos años la movilización espontánea, la pueblada, el cacerolazo, los piquetes, son formas distintas utilizadas por sectores ciudadanos de diversa proporción para expresar opiniones y demandas por fuera de los partidos e instituciones convencionales. Ese tipo de conductas ha probado sus fuerzas y, en algunos casos, el impulso fue tan vigoroso que tumbó presidentes y gobiernos. En el interior terminó con dinastías oligárquicas (Catamarca y Santiago del Estero, por ejemplo), y en el ámbito bonaerense el combinado piquetero se instaló como un actor social de considerable influencia, a tal punto que algunos de sus líderes pasaron de esos ámbitos informales a formar parte de las representaciones institucionales formales. Otras experiencias, como las asambleas barriales surgidas en la crisis de 2001/02, se frustraron, con pocas excepciones, antes de consolidarse. El “escrache”, el “abrazo” y el corte de calles y rutas fueron expandiéndose como metodología de protesta, al punto de que fueron adoptados por las bases de sindicatos tradicionales.
Durante poco más de dos décadas de democracia, el lema de la participación ciudadana como condición del sistema político, de tanto repetirlo se convirtió en cliché, en estereotipo. Debido a que devino en lugar común de los discursos, ¿ahora habría que renunciar al método? Al contrario, hay que seguirlo expandiendo y perfeccionando. Eso sí, de tanto en tanto conviene repasar el sentido original del concepto de participación. Es para terminar con la delegación absoluta de responsabilidades y para no limitar la opinión cívica al rito periódico de los comicios. Una sociedad movilizada es la mejor garantía de la buena gobernabilidad. Ahora bien: ¿esto significa que la asamblea ciudadana sustituye a las instituciones representativas o, por el contrario, las complementa, vigila y compromete con las causas del pueblo? Un ejemplo: la defensa de la calidad del hábitat humano fue la respuesta adecuada a los abusos de la depredación del medio ambiente por los intereses mercantiles que sólo piensan en términos de rentabilidad. A la obra de estos guardianes del planeta hay que agradecerles muchas de las innovaciones técnico-legales que limitaron o sancionaron a los depredadores, por lo que merecen el prestigio y el respaldo que ya tienen, y mucho más.
Las observaciones tienen completa vigencia ante la situación creada por la construcción de dos papeleras en la ribera uruguaya, que vienen a sumarse a las diez mil que ya existen en el mundo, frente a la costa entrerriana, que podrían significar un daño ambiental de alto costo para la vida entera de la región. El alerta es más que oportuno, ya que las industrias “sucias” tienden a desplazarse del Norte al Sur del mundo, como otro símbolo de la desconsideración de los países ricos por los más débiles. Estas naciones en desarrollo necesitan inversiones y si rechazan alguna corren el peligro de ser canceladas como destino de los capitales productivos, quedando reducidas a coto de caza de la especulación financiera. Es obvio que en la desigual relación de fuerzas, los gobiernos más débiles, no importa su perfil ideológico, tienden a ceder a ese chantaje del capital. De modo que para equiparar poderes, la movilización popular es indispensable, pero en ningún caso puede ser sustitutiva.
Es decir, la fuerza social tiene que actuar con la flexibilidad necesaria para que los estados y gobiernos nacionales puedan, a su vez, encontrar las vías de negociación que defiendan al máximo los intereses nacionales en el marco de las propias realidades. Negociación es el antípoda de las consignas absolutas, porque supone márgenes de concesión a la otra parte. Cuando el objetivo es “no a las papeleras”, ¿queda algún margen posible de negociación? Dada la naturaleza del gobierno uruguayo, una coalición de fuerzas progresistas, y la relación cooperativa que la Argentina tiene con el vecino, por historia propia y por las obligadas derivadas de la integración en el Mercosur, ¿el objetivo popular debería ser impedir toda negociación posible entre los dos países? ¿O acaso los vecinos de la ribera entrerriana piensan representar al Estado nacional como contraparte en la mesa de negociación?
El “no” absoluto implica la lógica de amigo-enemigo y la lucha, justa y legítima, se convierte en la batalla para aniquilar al enemigo. Sin la complementación necesaria entre la fuerza social y la representación institucional, entre la asamblea en la ruta y la diplomacia política, lo primero que se advierte es que se debilita al gobierno argentino en lugar de fortalecerlo. ¿Puede Kirchner pedir una tregua al Uruguay si los propios connacionales no escuchan ninguna solicitud en el mismo sentido? El asambleísmo es virtuoso, hasta que deja de serlo. La preservación de su virtud no es la abstención, por supuesto, sino la ética de la responsabilidad, cualidad propia de las ciudadanías que rechazan los dogmas de cualquier tipo, los sectarismos de capilla, para emplear la convicción como un instrumento de la tolerancia.
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