EL PAíS › OPINION

La caja y la gente

 Por Matias Barroetaveña*

La espinosa relación existente entre el sistema de desigualdades que caracteriza a una sociedad y la existencia de gobiernos erigidos sobre la base del apoyo popular ha sido una cuestión que concitó la atención desde siempre y que fue indagada por la ciencia política de manera recurrente.

Sólo en la segunda mitad del siglo XX, mediante la economía mixta, el Estado social y el advenimiento de los partidos de “integración social”, la convivencia entre la política y la economía se ha vuelto más estable (o, al menos, eso parece).

El caso de Argentina, en particular, ha sido estudiado por Guillermo O’Donnell, quien lo calificó como un “juego imposible” donde las tensiones terminaban irremediablemente en interrupciones institucionales reiteradas y la proscripción de las fuerzas políticas mayoritarias. Aún hoy, con 23 años de democracia ganados y una economía que intenta funcionar, hemos tenido intentos de golpes de mercado e institucionales. La legitimidad electoral no parece suficiente para que un gobierno perdure por el tiempo que constitucionalmente le corresponde.

A nuestro Presidente dos cosas le preocupan mayormente –admiten sin rodeos los que más lo tratan–: las cuentas fiscales y la reacción de la opinión pública frente a las distintas iniciativas del Gobierno. O, como lo traduce la jerga periodística, “la caja y la gente”.

Para algunos, eso puede parecer un exceso de apego a la coyuntura, una forma de gestión que hace “seguidismo” de la “mayoría circunstancial” en torno de cada tema o conflicto medida a través de encuestas y renunciando a las propias convicciones, junto con una comprensión conservadora de la gestión de las cuentas del Estado.

Una interpretación alternativa proviene, creo, de una lectura más ajustada y menos maniquea de la política, tanto como de una comprensión actualizada del proceso de legitimación social de los gobiernos en un mundo social mucho más complejo que el de la época de la posguerra.

De tal manera, la preocupación presidencial por la opinión de la gente se presenta como un intento de enfrentar la creciente fragmentación social y la inexistencia de un sistema político con una complejidad equivalente para “representarla”. Al tiempo que la preocupación por el “aspecto fiscal” de la economía ha dejado hace rato de ser parte de las señas de identidad del conservadorismo –más aún en un país con el record de la Argentina en materia de déficit y endeudamiento– para ser parte de una comprensión común de las posibilidades de crecimiento económico sostenible.

El superávit fiscal, el manejo de la deuda, la intervención responsable del Estado en la economía marcan un proyecto de país que da certezas para la iniciativa privada y el desarrollo nacional y, frente a eso, no resulta claro que los argentinos dispongan hoy de mejores alternativas. Entonces, una economía saludable y un gobierno firmemente respaldado en el consentimiento popular bien pueden ser los “equivalentes institucionales” del compromiso social que hacía posible el modelo de posguerra en un mundo que ha cambiado dramáticamente.

Si como creía Hannah Arendt no hay política allí donde reina la pobreza, tal vez el camino elegido por el Presidente sea el expediente más apto para impulsar el proceso que permita a los argentinos volver a constituirse por sí mismos en los ciudadanos activos que la democracia necesita. La transformación de esos “equivalentes institucionales” en instituciones de calidad sólo serán el resultado de una generación abocada al esfuerzo de construcción más que a la crítica fácil.

* Politólogo. Presidente de Partido Nueva Dirigencia, integrante del Frente para la Victoria.

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