EL PAíS

El general inglés

 Por Susana Viau

Tuvo una larga vida para ser un hombre de armas. Murió el sábado 15, a los 79 años, con discreción. Sólo una lacónica comunicación del Ministerio de Defensa británico confirmó el hecho porque, explicó, el general Jeremy Moore, el hombre ante quien se rindieron las tropas argentinas en Malvinas, era, apenas, un oficial retirado. Al finalizar la Guerra del Atlántico Sur, Moore había pedido la baja y desde entonces se dedicó a las cosas que le gustaban, navegar, caminar –puesto que sus rodillas ya no le permitían escalar– y escuchar música. “Carecía de educación y de capacidad para interpretarla”, dijo alguna vez, pero eso no le impedía disfrutar escuchándola. Al dejar la Royal Navy ensayó otros menesteres, muy alejados de las misiones especiales. Uno de ellos consistió en ejercer, por breve tiempo, la presidencia de la Food Manufacturers Federation.

Cuando Moore recordaba lo ocurrido el 14 de junio de 1982, día de la rendición, lo hacía sin alardes. A sus 54 años, era un tipo con vasta experiencia de combate y conocía los hombres; sabía que el texto que debía firmar el arrogante jefe de las fuerzas argentinas, Mario Benjamín Menéndez, tenía una frase de difícil digestión: exigía la “rendición incondicional”, una humillación gratuita dado que todo lo que podía perderse, los militares argentinos lo habían perdido ya. Mientras se dirigía a Port Stanley decidió que el punto no tenía más que “un valor psicológico” y era perfectamente prescindible. En efecto, ése fue el pie que permitió a Menéndez imaginar una ilusoria negociación. “Les pedí que retiraran lo de la ‘rendición incondicional’ –dijo– y así lo hicieron.” Para el encuentro, Menéndez tomó prestado un gesto propio del capitán de Boieldieu (el aristócrata que encarnó Pierre Fresnay en La Gran Ilusión) y se afeitó, se bañó y se peinó. Los británicos parlamentaron sucios, en uniforme de combate. Es que Moore era hijo y nieto de soldados de la corona. Su abuelo paterno había pertenecido a la infantería del Regimiento de York y Lancaster, destinado en Malta; el materno estuvo adscripto a la caballería, en el 4º Regimiento de Húsares. Su padre hizo campaña en la India y regresó a Londres poco antes de desatarse la Segunda Gran Guerra.

El destino de Jeremy Moore estaba, entonces, escrito. Sin embargo, tanto sus profesores como su padre no le auguraban un futuro promisorio en la escuela naval. El sorprendió a los escépticos y obtuvo el 5º lugar entre los 70 aspirantes. Para esas fechas, los lores del almirantazgo decidieron dar un golpe de timón en la estructura del cuerpo: la Royal Navy no seguiría entrenándose como dotación de vuelo. “Así me salvé de morir en los años ’50 –reflexionó Moore– y descubrí que el mar era más excitante, interesante y gratificante.” Estuvo en Malasia, Malta, Egipto, Chipre, Borneo, Irlanda del Norte y “también en algunas regiones de Noruega, unos inviernos antes del que el general Galtieri y sus secuaces reclamaran mi atención en el Atlántico Sur”. Admiró con devoción a Margaret Thatcher y opinó que ningún primer ministro, desde Winston Churchill, hubiera tenido los “cojones” que ella tuvo para llevar adelante la guerra de “las Falklands”. El sábado, algo tarde, quizá, Jeremy Moore debe haber comprendido que estaba equivocado: rendirse incondicionalmente no es una cuestión psicológica.

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