Lunes, 28 de julio de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Carlos Slepoy
El consenso es absoluto. Al paso que van, se eternizarán los procesos judiciales seguidos contra los responsables de los crímenes cometidos durante la última dictadura militar. Los juzgados de instrucción y los tribunales orales, que junto a estas causas deben atender a muchas otras de diversa naturaleza, están colapsados. Si no se pone remedio no sólo se producirá la dilación indefinida de estos procesos tan trascendentales para el futuro de nuestro país, y el agotamiento de quienes los impulsan y de la sociedad en general, sino que se exponen al peligro de un eventual cambio de circunstancias políticas, que los tornen imposibles.
A esta circunstancia se suma la de que algunos de los jueces y fiscales que tienen asignadas estas causas han sido cómplices de la dictadura, se identifican ideológicamente con ella o, mayoritariamente, son indiferentes ante los hechos que deben investigar y juzgar. Es sabido que todo juez debe ser imparcial frente al presunto delincuente, pero eso no significa que deba serlo frente al crimen. Por el contrario, el juez debe ser absolutamente parcial frente al delito, debe investigarlo y juzgar a sus responsables. Imaginemos a los jueces del Tribunal de Nuremberg o los más recientes tribunales internacionales de Yugoslavia, Ruanda o Sierra Leona integrados por jueces y fiscales cómplices de los criminales que deben juzgar o indiferentes o imparciales ante sus crímenes. Ningún jurista, ningún ciudadano podría aceptar tamaño desatino. Sin embargo, se lo está consintiendo en nuestro país sin que se adopten medidas para evitarlo.
En la identificación de los dos problemas referidos se encuentra implícita la solución: con exquisito respeto a las garantías constitucionales y al proceso penal deben designarse jueces y fiscales con plena y exclusiva dedicación a estos asuntos y dotarlos de medios humanos y materiales para ejercer su función con rapidez y eficacia. A la par que se potencian aquellos juzgados, tribunales y fiscalías que están realizando una ingente y trascendental labor en relación con la investigación y juzgamiento de estos crímenes, deben designarse otros –ya existentes– que asuman esta tarea volcando en otros órganos judiciales y fiscales causas distintas de las relativas al genocidio cometido por la dictadura, creándose nuevos juzgados si fuera necesario. Por otra parte es necesario remover de estas causas, con absoluto respeto a la Constitución y las leyes aplicables, a aquellos jueces que por cualquiera de las razones antes señaladas dilatan injustificadamente los procedimientos. Si así se hace, los procesos avanzarán rápidamente.
Valga como ejemplo lo que está sucediendo en Chile. La administración de justicia chilena cargará siempre con el estigma de no haber condenado a Pinochet y se corre el serio riesgo de que la Justicia argentina no condene al indultado Videla a pesar de sus múltiples procesamientos. Es menos conocido sin embargo que, al 31 de mayo del corriente, había en Chile más de 120 condenados. En nuestro país, a esa fecha, los condenados eran diez. En Chile el número de desaparecidos y asesinados es de algo más de tres mil personas. En Argentina hay aproximadamente 30 mil víctimas.
¿A qué obedece esta abismal diferencia, que debería sonrojar a quienes pudiendo evitarla no lo hacen? En 2001, ante la dilación de los juicios que se estaban realizando, la Corte Suprema de Chile asignó jueces de instrucción y ministros de las Cortes de Apelaciones con dedicación exclusiva para la investigación de causas sobre violaciones de los derechos humanos durante la dictadura de Pinochet. Se nombraron además expertos especialmente contratados para cada órgano judicial y se les brindó todo tipo de apoyo. Esta decisión del máximo tribunal chileno obedeció a la exigencia de todos los organismos de derechos humanos y contó con el apoyo de instituciones y organismos nacionales e internacionales como la Asociación Nacional de Magistrados, la Fundación de Acción Social de las Iglesias Cristianas, la Comisión Internacional de Juristas, Human Rights Watch y Anmistía Internacional, entre otros.
En 2004, y también en este 2008, ante versiones de que la Corte Suprema no renovaría el mandato de los jueces con dedicación exclusiva, si en el plazo de seis meses no dictaban autos de procesamiento, todas estas organizaciones e instituciones expresaron su enérgica protesta y plantearon que, en caso de verificarse esta medida, elevarían una propuesta de ley ante el Congreso para que estos jueces continuaran con su labor. No fue necesario porque, a pesar de las presiones de los militares y civiles afectados, se confirmó el mandato otorgado a estos jueces.
¿Qué es lo que impide que en Argentina se adopte una medida similar? No existiendo obstáculo legal alguno, lo que falta es decisión política. Más precisamente de política criminal. La Corte Suprema podría elaborar un proyecto para la designación de estos jueces y tribunales con dedicación exclusiva siguiendo el esquema que proponía el coronel Federico Mitellbach –hubo y hay militares dignos y valientes en nuestro país que enfrentaron a la dictadura y a la impunidad– en los albores del gobierno de Raúl Alfonsín: seguir en materia de política criminal el mismo esquema criminal de la dictadura. Desde el vértice de las juntas militares, la represión fue ejercida dividiendo el país en distintas jurisdicciones, subdivididas a su vez en áreas y subáreas, en las que se instalaron centros clandestinos de detención, tortura y exterminio. Por lo tanto, lo adecuado es que el esquema de juzgamiento se corresponda con el utilizado por la dictadura. Debe haber tantos juzgados de instrucción, tribunales orales y cámaras de apelación como sean necesarios para abarcar a la totalidad del país, debe efectuarse la investigación y el juzgamiento por centros clandestinos, circuitos represivos o regiones según las realidades de cada lugar, con una Sala especial de la Corte Suprema encargada de confirmar o anular las sentencias dictadas por los tribunales inferiores. Con jueces liberados de cualquier otra obligación más que la de investigar y juzgar estos crímenes.
En caso de que la Corte no adopte tan necesaria decisión, una ley del Parlamento en el mismo sentido podría –y debería– adoptarla y regularla. Tanto en uno como en otro supuesto es vital una propuesta común, y la coordinación y el empuje de los organismos de derechos humanos junto a asociaciones de todo tipo a lo largo y ancho del país.
Obsérvese que ni siquiera se está proponiendo la existencia de jueces y tribunales “ad hoc” –es decir, creados especialmente para el caso– como los tribunales internacionales antes referidos, que sería lo procedente en materia de genocidio y crímenes de lesa humanidad. A partir del Tribunal de Nuremberg, y el desarrollo que desde entonces ha tenido el derecho penal internacional, no sólo está admitido sino que constituye un mandato internacional constituir tribunales especiales, aun con posterioridad a los hechos, cuando se producen estos crímenes excepcionales.
Tengo a veces la impresión de que no se considera que se trata de juzgar un genocidio y no múltiples crímenes individuales. Ningún país tiene una estructura judicial adecuada para juzgar un crimen de tamaña envergadura. Es necesario reestructurar el aparato judicial para que lo sea.
La sociedad argentina fue capaz de derribar las leyes de impunidad pero eso no garantiza, ni mucho menos, que todos los responsables sean juzgados. La designación de jueces y tribunales con exclusividad no será el único, pero sí constituirá un gran paso hacia este objetivo.
* Abogado, especialista en derechos humanos.
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