Jueves, 5 de febrero de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Norma Giarracca *
La discusión acerca de cuánto contaminó ayer u hoy Botnia con sus dioxinas y furanos, La Alumbrera con su cianuro o Monsanto con su glifosato malsano no es lo central para quienes pensamos que el problema no reside en estas mediciones, sino en el modelo de desarrollo que se impuso (dictaduras mediante) y que ninguno de los gobiernos elegidos por esta democracia representativa estuvieron dispuestos a modificar en lo esencial. Por eso es necesario relacionar estas cuestiones que casi siempre aparecen separadas: qué modelo de desarrollo con qué democracia. Y quiénes los cuestionan.
El concepto “desarrollo” tiene mala prensa y algunos pensadores proponen incluso desterrarlo del acervo lingüístico de los nuevos pensamientos críticos. No se lo puede desligar del colonial sentido evolucionista que establece estadios para alcanzar la meta que sólo unos pocos países lograron a costa del saqueo de otros territorios y poblaciones. El “desarrollo” siempre fue presentado como esa meta imposible para nosotros en tanto carecemos de algo, somos gente sin algún atributo como consecuencia de “la raza”, “la cultura”, “la educación”, “el clima” o cualquier cosa que nos hace indefinidamente “subdesarrollados”.
En los tiempos posteriores a la segunda posguerra hubo un período en que la ilusión del desarrollo parecía hacerse realidad y los mercados laborales se habían convertido en dispositivos de inclusión dentro de sistemas de desigualdad parcialmente corregibles (pensemos en los gobiernos del primer peronismo) y un horizonte de derechos sociales fijado por el movimiento obrero, que justificaba la apuesta “desarrollista”.
Pero esos tiempos cambiaron (gobiernos militares represivos mediante) y lo que resulta difícil de comprender es cómo, con las características que la organización económica del capitalismo neoliberal ha asumido actualmente, se insiste en el mito. Hoy el “paradigma desarrollista” que se ofrece a través del gran aparato comunicador mediático es inequitativo, socialmente excluyente, generador de muy pocos ricos que son muy ricos y muchos pobres que son muy pobres; y, además, es devastador de los recursos naturales que representan la principal riqueza por la que el mundo globalizado disputa.
Ramón Grosfoguel, uno de los críticos del desarrollo, sostiene que para el pensamiento capitalista/colonial/moderno los pueblos fuera de los centros de poder están siempre en una situación de carencia: pasamos de ser “gente sin escritura” a “gente sin historia” y cuando llegamos al siglo XX pasamos a ser “gente sin desarrollo” y más recientemente “gente sin democracia”. Y siempre hubo un “gran otro” dispuesto a suplir esas carencias por nosotros y a proponernos modos de conocer(nos), imponiendo epistemes y produciendo verdaderos “epistemicidios” con otras formas de conocimiento que sustentaban otras formas de vida. En América latina la caracterización de “gente sin democracia” –como señalamiento que apunta a los países asiáticos y africanos– no es necesaria por ahora, porque existen democracias dóciles y obedientes al mandato de estos poderes económicos. Y aquellas que se animan a desconocerlo corren el peligro de caer en tales categorías (sólo escuchar atentamente la CNN para percibirlo).
Las “democracias representativas” están cuestionadas por quienes sufren en carne propia, en su vida cotidiana, en la salud o seguridad de sus hijos las consecuencias de este “desarrollo” y por otras personas que nos sentimos identificadas con estas luchas. Porque “en nuestro nombre” se habilitan legislaciones criminales para sustentarlo; “en nuestro nombre” se sacan leyes que permiten y subsidian actividades como la minería, se cambian otras que la prohibían; se veta una ley que protege a los glaciares; o “en nuestro nombre” se habilitan situaciones diarias que violentan un básico sentido del “buen vivir”.
Muchas de las poblaciones que rechazan estos desarrollos desconfían de la “representación”; desconfían de los partidos políticos y de las instituciones y proponen organizarse en las difíciles formas asamblearias como dispositivo de decisión practicando modos de democracia directa. Por supuesto que no se adjudican la representación del país sino que usan su pequeño espacio generado por la acción colectiva para pensar problemas que nos atañen a todos y, con la ayuda de los medios de comunicación y de otros actores, los ponen en la agenda de discusión pública. Porque la contaminación, la depredación de bosques, de glaciares, de la tierra, el modelo sojero que sustituye a una agricultura de alimentos, la contaminación de los ríos, son problemas de todos, no sólo de los grupos en resistencia.
Muchos de quienes critican este “de-sarrollo”, así como la degradación irreversible de las formas de representación política en todos los niveles, cuestionan radicalmente el mundo en que vivimos hoy aunque no sepan muy bien cómo ir construyendo su reemplazo. Y ésta es la mejor expresión del pensamiento crítico de nuestro tiempo: el que se permite actuar sobre lo que aún no existe, imaginarse una economía del buen vivir o formas de democracia directa, democracias pluriétnicas o un “mandar obedeciendo” e ir actuando en consecuencia. Un pensamiento que no propone subordinar la novedad a las viejas formas institucionales existentes y mantiene una sana indignación que suscita impulsos para teorizar y acompañar las nuevas experiencias.
* Socióloga, investigadora del Instituto Gino Germani (UBA).
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