Jueves, 13 de agosto de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Raúl Dellatorre
No le va a resultar sencillo al Gobierno salir de la trampa de tarifas baratas para un producto escaso. El modelo de los ’90, con prestaciones totalmente privatizadas y tarifas dolarizadas, pretendía simular una situación de competencia de mercado que no era tal, ni siquiera en el dibujo teórico. Se suponía –más que ingenua, maliciosamente, porque los resultados no pueden haber sorprendido a nadie– que empresas bien remuneradas iban a ser alentadas para invertir y expandir el mercado: la producción, el transporte y la distribución de gas y la generación, transmisión y distribución eléctrica. Buscando tener cada vez más producto y más clientes satisfechos. Pero más que un modelo, la propuesta parecía un jingle publicitario. Y como ocurre con la mayoría de estos últimos, mostrando una ficción que tiene poco que ver con la realidad.
El resultado es bien conocido, aunque muchos se esmeren en ocultar su origen. En especial, el cartel de ex secretarios de Energía que justamente fueron los responsables del desastre. Las reservas de gas se dilapidaron en exportaciones que fueron a pura ganancia de empresas privadas, mientras el país se hacía paulatinamente cada vez más dependiente de las importaciones de Bolivia. Las inversiones en exploración, desaparecida la YPF estatal, se convirtieron en una rareza. Mientras se construían ocho gasoductos para exportar gas a Chile y a Uruguay (en menos de una década, de 1993 a 1999), a puro beneficio de empresas privadas, no se construyó un solo tendido de tubos que aumentara la capacidad interna de transporte hacia las zonas de mayor consumo.
Un dato que pocos quieren recordar: la falta de gasoductos frustró proyectos de inversión en las aguas profundas frente a Tierra del Fuego y la boca del estrecho de Magallanes, única zona donde existían seguras reservas abundantes de gas inexplotadas. ¿Para qué lo iban a extraer, si no había cómo transportarlo desde el sur patagónico a los centros de consumo?
¿Fallaron las “señales” del mercado? No, sólo que esas “señales” no indicaban que lo más rentable era invertir, si al mismo tiempo las reglas vigentes les permitían a las prestadoras del servicio sacar sus utilidades del país hacia sus casas matrices, sin pagar impuestos siquiera, porque salían disimuladas como “retribución de servicios” u honorarios pagados a las propias casas matrices, en vez de ser declaradas como ganancias.
¿Puede sorprender a alguien que el resultado de ese “modelo”, aplicado a un país con recursos energéticos abundantes, sea que haya terminado secándolo como una pasa de uva?
Hasta ahí, las causas de origen. Luego vino el estallido de la convertibilidad, los distintos ensayos por salir de los contratos con las concesionarias pero sin abandonar del todo el modelo. El Estado terminó cumpliendo con los compromisos de inversión que las empresas no habían asumido y garantizando a cualquier costo –cualquiera no, 17 mil millones de pesos más precisamente– el suministro de gas y electricidad a la población. Un consumo creciente en los últimos años, a tasas muy superiores a las de crecimiento del producto. Superiores incluso a la mejora en los ingresos, porque con gas y electricidad baratos, bien valía invertir en confort familiar antes que en otras “asignaturas pendientes” en épocas de escasez.
Lo que no se pudo sustituir es la falta de inversiones en exploración por más de una década. Se construyeron centrales térmicas para aumentar la oferta eléctrica, pero éstas consumen gas, con lo cual aumentaron el déficit del fluido. Si no hay gas, las centrales pueden alimentarse con fueloil, que también escasea porque las refinerías tampoco ampliaron lo suficiente su capacidad de planta. Para atender la demanda, la única solución fue importar gas y fueloil.
Y el suministro no se cortó. Todos consumen. La cuestión es quién paga la cuenta. ¿El Gobierno, por imprevisión? En las circunstancias en las que le tocó actuar, obró como bombero y evitó que se propagara el incendio. Aunque pueda achacársele que no haya hecho lo suficiente para librarse de las ataduras del viejo modelo. ¿Los usuarios, los clientes? Es un consumo básico, necesario, imprescindible, tanto el gas como la electricidad. Pero cuidado con las generalizaciones, que no todos los consumidores son tan “básicos”. Bien vale rescatar el concepto de subsidio cruzado –unos pagan más para que otros accedan pagando menos, o nada– que el neoliberalismo demonizara. Tampoco es fácil trazar la raya entre quiénes deben pagar más y quiénes no. Ahora bien lo sabe el ministro de Planificación, después del fallido de castigar a los consumos eléctricos de más de 500 kw/hora mensuales y los gasíferos de más de 1800 metros cúbicos anuales. No era “el ocho por ciento más rico” el que quedaba de ese lado, como algún mal analista le informó.
Quizás el subsidio deba ser “más cruzado” y el consumo necesario de energía en los hogares deba ser subsidiado por otro tipo de manifestaciones de riqueza. La “eficiencia” de un servicio público está en la satisfacción de las necesidades, no en que “los números cierren”, en que el sector globalmente se autofinancie. Y las inversiones en búsqueda de recursos quizá también deban ser subsidiadas –aunque no en favor de una empresa privada–, sin esperar que dé ganancias, sino que garantice el abastecimiento.
Seguramente no serán éstas las “señales que espera el mercado” ni las fórmulas “para atraer inversiones”. Pero este fraseo y lo que promete, bien se sabe ya por experiencia, también es una trampa. Como las que dejó plantadas el viejo modelo.
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