EL PAíS › LA HISTORIA SANTAFESINA DE RAFAELA FLORIT Y CRISTINA FERESíN

“Si me pudiera casar, lo haría a ojos cerrados”

 Por Soledad Vallejos

“Si hoy me pudiera casar, lo haría a ojos cerrados”, dice Rafaela Florit. Están por dar las diez de la noche y ella sigue en el estudio donde, junto con su primo y su tío, ejerce de abogada. Trabaja mucho, explica, porque su sueldo es el único en el hogar que comparte con Cristina Feresín, su mujer desde hace poco menos de cuatro años. “Le pedí que se dedique más a la casa. Yo no cocino ni que me maten, pero a ella le gusta y cocina excelente. Como no teníamos tiempo para nosotras, con todos los trabajos y changas que hacíamos, llegó un momento en que decidimos parar un poco la pelota” y acotar los gastos, llegado el caso. Hasta ahora mal no les resultó. “Cuando nos juntamos, teníamos una camita individual cada una, dos sillas, una mesa, una heladera que nos regaló mi mamá... nada. Hoy por hoy, gracias al esfuerzo que hemos hecho, tenemos de todo un poquito. No nos sobra nada, pero estamos bien, y tenemos tres perros, tres gatos, una motito, una camita especial para los perros, una cama de dos plazas, una heladera nueva. Hemos avanzado”, recuenta a una hora en que ya casi nadie está trabajando en Wheelwright, el pueblo santafesino de 7000 habitantes donde ella y Cristina se conocieron y enamoraron.

Rafaela es de Concordia, pero llegó al pueblo a los 18 años. Estudiaba derecho “con ayuda de un padrino del corazón, una persona renombrada, un empresario poderoso”, que la ayudó a recibirse en una sede que la Universidad Católica de Salta tiene en Colón, a 18 kilómetros de Wheelwright. Para solventarse otros gastos, hacía las changas que consiguiera, desde delivery de pizzas hasta ser canillita. “Menos dedicarme a la prostitución, hice de todo.” En 2006, cuando todo eso pasaba, Cristina llegaba al pueblo. “Yo era cajera en el Eki y ella iba todos los días a comprar yogur, así nos conocimos. Mucho después me contó que el yogur le ataca el hígado, pero iba para verme.” Casi dos meses estuvieron así, hasta que una pasó su teléfono a la otra, se llamaron, salieron. “En un mes, por Dios te lo juro, éramos novias, y ya empezamos a tener la idea de vivir juntas.” Y que invoque a Dios no es un formalismo, porque Cristina, que es evangélica y “muy creyente”, llevó a Rafaela a comprender lo que es una perspectiva espiritual de la vida, aun cuando ella misma no adhiera a una religión en particular. “Ella tiene ese amor por Dios que solamente ves en las personas con una fe hermosa y ciega. Sin ser fanática, cree que en todas las cosas lindas que te pasan está Dios de por medio.”

El camino que llevan recorrido no fue sencillo. “Todo lo que hemos logrado, lo hemos hecho a fuerza de ahorrar”, explica, pero insiste en que ésa no es la única dimensión que buscan proteger al pedir al Estado que las reconozca legalmente como un matrimonio. “A mí mi familia me acepta como soy y está todo bien. Pero si yo tuviera una familia de perros, de esas que si mañana me pasa algo, desconocen a tu pareja, ¿quién protegería a Cristina y reconocería que todo lo que tenemos lo hicimos entre las dos?” En el pueblo, que, “como el del dicho, es chico y por eso mismo puede ser un infierno grande”, la pareja es reconocida y respetada, aunque “más desde que me recibí de abogada, como que se animan menos a molestar a una profesional”, en especial a una que logró frenar un remate fraudulento que estuvo por dejar en la calle a muchos de sus vecinos. La visibilidad, en su vida cotidiana, no es una novedad. “Mi vida es hermosa, no la cambiaría por nada del mundo. Esta soy yo, siempre fui así, aunque aceptarme no fue fácil para mí. Ahora me doy cuenta de que no debí nunca querer cambiar lo que era.”

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