Sábado, 11 de diciembre de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Horacio González *
Los acontecimientos que llevaron a la muerte de Mariano Ferreyra, los de Formosa y los de Villa Soldati –serie por demás preocupante y grave– ponen a la política argentina, nuevamente, en el máximo de la exigencia moral e intelectual. Distintas situaciones y un único sentimiento de profunda incomodidad: no es posible que quede inhabilitado un cimiento esencial de las políticas públicas, la no represión del conaflicto social. Algunos de estos hechos parecerían confusos, porque se trata de manifestaciones, reclamos o reivindicaciones que de por sí entrañan actos de fuerza. Y en ellos hay grupos sociales o políticos que pueden actuar con contundencia, expresarse con ciertos despuntes de violencia, arrojar proyectiles diversos, etc. De ahí que ciertos espíritus amigos del realismo político, aun repudiando los acontecimientos, entran enseguida en diversas disquisiciones: estaba la “izquierda”, “tenían armas tumberas”, “se encontraban también armados”. Incluso dicen que hay provocaciones o intereses difusos detrás de manifestaciones bienintencionadas. Puede ser, aunque no lo creemos. Pero quiero tratar aquí un tema de naturaleza ética: la absoluta exigencia de tomar partido por las víctimas sociales, los débiles de la historia, sin más. No cabe aquí pensar desde la razón de Estado. Una ética social activa, una ética refundadora de derecho y sociabilidad, lo es siempre “sin más”.
Ciertamente, no ignoramos la paradoja de las consecuencias, que un viejo maestro, Max Weber, hiciera centro de su teoría de la acción. Deseamos el Bien y actuamos en consecuencia. Pero obtenemos otra cosa, situaciones desarregladas, empeoramientos del cuadro social. Incluso obtenemos el Mal. Todo ello es motivo para acentuar la conciencia responsable, la autorreflexión sobre las propias acciones, la sabiduría sobre ciertas relaciones de causa y efecto que los pliegues últimos de la sociedad siempre contienen al margen de nuestra capacidad de guiarlos. Ese es el deber de los movimientos sociales reivindicativos. Pero no es motivo para no pronunciarnos, sin ninguna mediación ni cálculo, en favor de quienes son históricamente dañados. Se dirá que eso no precisa de recomendación alguna, lo hacemos siempre y sin dilaciones. No, no es así. Suele predominar en los ambientes políticos una milenaria sentencia ante los hechos más graves: ¿qui buono? Esto es: “¿A quién favorece?”
Murió alguien... pues bien, ¿de qué sector? ¿Son innominados, tienen nombres que no nos gustan, han vilipendiado nuestros propios nombres? Si reprobamos duramente, ¿no corremos el riesgo de quedar bien con nuestra conciencia, pero desconocer las situaciones complejas en que ocurre cada hecho? ¿Y si nos sacamos el gusto de hacer el clásico comunicado de las almas nobles, pero no solo conseguimos el castigo de los represores sino que también debilitamos a un gobierno nacional y popular que no controla todas las instancias que actúan en la vasta urdimbre nacional? Sí, se escuchan pensamientos como éstos. Pero en este caso solo caben, pues este es un tema que está en el corazón de época, los pensamientos en torno del victimado social y no de la justificación del Estado. Sin más. “Sin más” quiere decir que este momento reclama una dimensión ética bajo su propia responsabilidad y peso moral. Ella sola pueda juzgar lo ocurrido en las tinieblas represivas de la sociedad, sin consideraciones aleatorias. Cuales serían “hay que ver quién comenzó primero”, “traían piedras”, “los atacaron”, “interrumpían el flujo circulatorio”, “sirven a otros intereses”, “afectan a nuestros aliados”. No. Es época de una ética sin más, una verdadera reforma moral e intelectual en nuestra facultad de juzgar la escena del presente. Porque el Estado es operativo solo cuando pone de lado sus propias justificaciones, nutriéndose solo de la justificación social.
No puede haber, en este momento, ninguna idea de Estado capaz de relacionarse con un núcleo importante de transformaciones, que no asuma esa dimensión ética, sin más. El ex presidente Kirchner, al concretar la propuesta de policías de-sarmadas ante el conflicto social, introdujo en la historia nacional contemporánea el principio del socratismo democrático. Esto es, “prefiero sufrir una injusticia que provocarla”. Hace muchos años, a comienzos del siglo XIX, el mariscal brasileño Rondon marchó por el Amazonas Occidental hacia el Norte, sin responder los ataques de las etnias originarias, asentadas en el territorio. Se trataba de extender el telégrafo, pero este soldado humanista, fundador de un credo trascendental en Brasil, hoy casi olvidado, había decidido que marcharía con la consigna socrática. No era ingenuidad, una decisión marginal e inocua. Era una forma de refundar instituciones públicas democráticas y crear una moral política para los Estados, fácilmente tachadas de candorosas y aun de peligrosas para la “seguridad”. Pero ese pensamiento era un don. Tal como los grandes antropólogos lo definieron. El don es dar algo sin pretender que sea una respuesta de equivalentes; es también omitirse de una acción que sería la “contraprestación” exacta a la agresión que probablemente recibimos. No se trata de la otra mejilla, sino de instituciones con la fuerza eminente de sus convicciones sin más.
No fue un utopista, sino un hombre práctico y lúcido, como Kirchner, el que inauguró estos pensamientos que los filósofos habían pensado en sus grandes textos. No hay hoy esos filósofos. Pero de vez en cuando, inesperados políticos, excepcionales funcionarios y hasta remotos soldados de los que no podría esperarse el don de reproponer esos textos en una sociedad contemporánea compleja y quebrada por subterráneas pulsiones de justicia desatendida y de muerte, vuelven a recordar esos escritos célebres. Que además pueden no haber leído. Pero los reciben como legado subterráneo e insospechado. En una prueba de que siguen existiendo más allá de que en las universidades hablen sobre ellos. Y ahora, en estos momentos difíciles para esta ética del “sin más”, vemos la serie aciaga de estas muertes en las que participan agentes policiales, barrabravas y matones sindicales, estructuras armadas del Estado que vuelven a desenfundar sus armas viendo en manifestantes, pueblos étnicos, militantes políticos, autores de una supuesta amenaza para el orden. No. El orden incluye dos cosas. La incorporación de la manera en que lo que lo desafía, que lo hace mutar hacia formas más igualitarias. Y su autorreflexión, en el sentido de contener su fuerza, para descubrir nuevos motivos de su propia democratización. Se dirá que esto es ingenuo. Pero sin esta “ingenuidad” no se sostienen los cambios, reparaciones y sensibilidades nuevas.
No obstante, no hay tal la ingenuidad. Se trata de una productividad política nueva. Incluso es la única forma de comenzar las reformas del orden policial viciado que tantas veces se ha intentado, liberando a sus propios agentes del pensamiento represivo. Las reformas han fracasado, aun las mejor formuladas, porque no han ingresado en los misterios de la subjetividad del Estado, con sus tendencias contradictorias, entre el servicio social y la represión. También la agresividad que puede anidar, incluso, en los movimientos sociales inspirados por viejas y justas demandas, podrá también dejar paso a otras formas de acción, que otras sociedades y procesos políticos transformadores han practicado. Dígase que el tosco macrismo es una parte importante de la conciencia en retroceso de un sector de la población, sumergida en miedos inducidos y en soluciones represivas, xenófobas y encastilladas en pequeños privilegios, que no serán tales pues solo contribuyen a una vida atomizada, menguada, sin verdaderas certezas comunitarias, reemplazadas por la derechización del carácter personal y una moral que corroe las capacidades subjetivas de todo tipo.
Los acontecimientos de Villa Soldati y los que los precedieron componen un encadenamiento que es preciso detener, desde luego que con nuevas políticas sociales, de vivienda, de reconocimientos materiales y simbólicos, de inversiones en infraestructuras que atañen a la vida popular, de educación con nuevos descubrimientos pedagógicas y lingüísticos, de tecnologías que ingresen en la vida cotidiana para fortalecer sus creatividades dormidas, de conversión de las villas miserias en ciudades originales, integradas a la ciudad real con sus propios esfuerzos culturales y planificadores, develando en sí misma el rechazo a reproducir la razón económica de las metrópolis y las mismas estratificaciones clasistas en medio de las vidas marginalizadas. La vida popular no puede ser, como lo está siendo, la tentación para reproducir internamente poderes oscuros iguales a los que también la avasallan.
La sociedad argentina está decidiendo. Ahora mismo, y en cada militante social, sobre todo entre los que ven con especial simpatía los tiempos que transcurren, está decidiendo sobre una disyuntiva. O bien triunfa una moral pequeña, que se pregunte “a quién beneficia esto”. O prospera una moral sin más. Esta última es la moral que percibe que son las propias transformaciones ya practicadas las que están en peligro cuando ocurren episodios mortíferos como los que comentamos. No actuar contra ellos políticamente, sin ningún otro tipo de consideración, “sin más”, lejos de convertirnos en almas candorosas “que no sabemos medir la correlación de fuerzas”, nos convierte en conciencias nuevas para un destino de justicia renovado en el país. Renovando la autorreflexión de todos los sujetos actuantes, la de los movimientos sociales, y la del Estado, que debe autocontener lo que debe monopolizar, en especial la violencia.
* Sociólogo, ensayista,director de la Biblioteca Nacional.
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