Domingo, 30 de octubre de 2011 | Hoy
Por Horacio Verbitsky
“Si una propaganda abrumadora, reflejo deforme de hechos malvados no pretendiera que esa Junta procura la paz, que el general Videla defiende los derechos humanos o que el almirante Massera ama la vida, aún cabría pedir a los señores Comandantes en Jefe de las 3 Armas que meditaran sobre el abismo al que conducen al país tras la ilusión de ganar una guerra que, aun si mataran al último guerrillero, no haría más que empezar bajo nuevas formas, porque las causas que hace más de veinte años mueven la resistencia del pueblo argentino no estarán desaparecidas sino agravadas por el recuerdo del estrago causado y la revelación de las atrocidades cometidas.” Lilia Ferreyra apretaba contra su cuerpo una de las copias de la Carta de Rodolfo J. Walsh que hicimos después de su secuestro y asesinato, el 25 de marzo de 1977. Su testimonio fue uno de los más conmovedores del largo juicio que terminó esta semana con la condena a dieciséis miembros del núcleo operativo de la primera ESMA, e incluyó la reconstrucción en su memoria del cuento “Juan se iba por el río”, desaparecido en el saqueo de la casa del matrimonio, por el que también fueron condenados los culpables. Además estaban en la sala familiares de los secuestrados en la Iglesia de la Santa Cruz y varios miembros del grupo que en 1979 fue llevado a la quinta El Silencio, propiedad del Arzobispado de Buenos Aires, para que no los encontrara en la ESMA la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Por esos hechos deberán pasar el resto de sus días en prisión personajes como Astiz, Pernías, Cavallo y el Tigre Acosta. Casi todos ellos habían sido detenidos por la Cámara Federal de la Capital en el verano de 1987, pero poco después fueron liberados por la ley de obediencia debida. Fue en esta causa que, conmocionado por la confesión de Adolfo Scilingo, Emilio Mignone solicitó el derecho a la verdad sobre lo sucedido con su hija y abrió así la puerta que permitiría retomar los juicios interrumpidos bajo la presión de las armas, luego de que se declararan nulas las leyes de impunidad, en 2001. Un símbolo de la persistencia de los organismos defensores de los derechos humanos es la ubicación en primera fila de las querellas de Carolina Varsky, la extraordinaria directora de Litigio del CELS, quien era apenas una adolescente cuando por primera vez los miembros de esta banda de marinos criminales fueron detenidos. Que la sentencia se leyera horas antes del primer aniversario de la muerte de Néstor Kirchner es otro acto de justicia. Cuando él llegó a la presidencia ya había casi un centenar de altos jefes militares y de fuerzas de seguridad detenidos y procesados. Desde 1998 estaban bajo arresto Videla, Ma-ssera y otros jefes de la dictadura por el robo de bebés y el saqueo de bienes, dos delitos que las leyes de impunidad no perdonaron. Entre marzo de 2001 y mayo de 2003 varios jueces y cámaras federales, la Cámara de Casación Penal y la Procuración General afirmaron que los secuestros, torturas y desapariciones forzadas de personas constituyen delitos contra la humanidad y, como tales, no están sujetos a amnistías ni prescripción. Pero faltaba la confirmación de la Corte Suprema de Justicia, donde un cardumen de incompetentes y corruptos mantenía abierta esa página sólo por temor a las consecuencias. La jerarquía eclesiástica, Duhalde y Brinzoni creyeron llegado el momento oportuno luego de las elecciones de 2003. Pero Kirchner se opuso y al asumir adoptó la simple fórmula Memoria, Verdad y Justicia. De inmediato decapitó a esa cúpula castrense que volvía a inmiscuirse en las cuestiones políticas que no le corresponden, promovió el juicio político a los jueces indignos de la Corte Suprema y pidió al Congreso que declarara nulas aquellas leyes y ratificara los tratados internacionales sobre la imprescriptibilidad de aquellos crímenes. Un poco después desconoció al obispo castrense que había abogado ante la Corte por sus feligreses de manos ensangrentadas y rompió con el viejo cómplice de la Triple A que se imaginó que lo manejaría como un ventrílocuo. En un manuscrito presentado a los jueces, Acosta dijo que la carta de Walsh era “un arma de la guerra civil revolucionaria terrorista” y que la admiración que aún suscita demuestra que “la guerra no terminó”. Walsh entendió que no tenía sentido pedir a los jefes de aquella empresa criminal que meditaran. Pero impresiona que quienes entonces fueran jóvenes oficiales a sus órdenes, hoy entre su séptima y novena década de vida, muestren la misma incapacidad para reflexionar sobre las atrocidades que cometieron. Astiz bufoneó acariciándose una escarapela tamaño Billiken y algunos familiares y amigos de los marinos entonaron el Himno Nacional. Pero los hijos de varios de los condenados lloraban y se abrazaban en busca de consuelo. Sus padres son los responsables del dolor que hoy los atraviesa. Ojalá algunos de ellos comprendieran lo que Walsh escribió hace 34 años. Ni la carta ni el proceso judicial son armas de guerra. Los dieciocho detenidos gozaron del derecho de defensa con todas las garantías que negaron a sus víctimas e incluso un personaje tan notorio como Rolón fue absuelto. El juicio fue así una ejemplificación insuperable de la diferencia entre una dictadura sin ley y el imperfecto estado de derecho. La encuesta realizada el día de las elecciones por el Centro de Opinión Pública de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires indicó que entre las políticas del gobierno nacional que cuentan con mayor aprobación del electorado la principal es el juzgamiento de los crímenes de la dictadura, con el 93 por ciento entre los votantes de Cristina y el 79 por ciento de quienes prefirieron a otros candidatos. La sociedad sí está a la altura de aquellas palabras de Walsh.
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