Miércoles, 3 de octubre de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Luis Bruschtein
Las sublevaciones de uniformados traen malos recuerdos. El peligro de superponer historias donde juegan golpistas, carapintadas y conspiradores es que se puede confundir las cosas y mezclar situaciones no equiparables. Pero una sublevación de uniformados, por más distintos que sean los momentos, por más diferentes que sean las causas, siempre implica el uso particular de un privilegio que les es cedido por la sociedad. Porque la sociedad les ha cedido el monopolio de la fuerza para que la usen en su protección y no en la expresión de un reclamo sectorial, más allá de la justicia o no de ese reclamo.
La historia de los argentinos está plagada de situaciones que hubieran ameritado que se produjeran sublevaciones y protestas. En las dictaduras estaban mal pagados y además eran utilizados para reprimir a su propio pueblo, que es la forma más clara de desnaturalizar la función de las fuerzas de seguridad al convertirlas en la peor forma de inseguridad. En esas épocas no hubo rebeliones, hubo obediencia no debida, hubo acatamiento de injusticias.
Por suerte, no sólo han pasado años desde entonces. También cambió la relación esperable entre las fuerzas de seguridad y el conjunto de la sociedad. Por eso no se entienden la intransigencia ni el desborde, y lo que no se entiende produce inquietud, genera sospechas.
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