EL PAíS › LAS CONCESIONARIAS RECIBEN 1000 MILLONES POR AÑO EN COMPENSACIONES

Atajo para acabar con subsidios millonarios

 Por Cledis Candelaresi

La decisión de relicitar las rutas nacionales con peajes no está sólo inspirada en el presunto propósito de terminar con un sustancioso negocio privado de escaso rédito social. El afán del Gobierno es liberar la multimillonaria suma que hoy destina el Estado a pagar “compensaciones tarifarias” a los concesionarios viales y reorientar ese dinero a otros fines, incluido un plan de obras públicas. La gestión de Néstor Kirchner no cuestiona la privatización de las rutas como mecanismo para mantener los caminos, sino que aspira a emprolijar el sistema que hace trece años diseñó Roberto Dromi y reformularon luego otros funcionarios. La clave es sobre qué bases convocará a una nueva licitación y qué lugar tendrán en ella las empresas que en estos años acumularon fortunas gracias a las casillas ruteras.
Los números no son absolutamente transparentes y es difícil encontrarlos en el Presupuesto. Pero a los concesionarios corresponde el grueso de lo que ingresa al Fondo Fiduciario de Infraestructura por el impuesto sobre el gasoil, masa de recursos de alrededor de 1300 millones de pesos anuales. En el 2001 en conjunto embolsaron 1017 millones –por entonces equivalentes a dólares– como subvención, es decir, como paliativo por no poder cobrar las tarifas que les hubieran permitido sus contratos.
La primera gran renegociación de los acuerdos firmados en 1990 tuvo lugar apenas un año después, en 1991. El entonces ministro de Economía, Domingo Cavallo, acordó con las empresas que cobrarían alrededor de 1 dólar cada 100 kilómetros en lugar de los 3 que les hubiere correspondido según los ajustes previstos en los contratos redactados por Dromi. Pero a cambio se les otorgó un subsidio, distinto según los corredores, que desde entonces no dejó de crecer.
La rentabilidad obtenida por los concesionarios, grupo que integran las grandes constructoras nacionales como Roggio, Techint o Sideco Americana, entre otras, era casi imposible de obtener en cualquier otro lugar del mundo, ya que las tasas internas de retorno en algunos casos superaban cómodamente el 20 por ciento anual. Los planes de inversiones, por el contrario, eran laxos o fácilmente transgredidos ya que, a diferencia del esquema que se utilizó para privatizar los accesos a la Capital Federal, las obras no eran condición para instalar una casilla de cobro.
Los otros retoques contractuales que tuvieron lugar desde entonces, el último formalizado durante la gestión de la Alianza, contuvieron aumentos generalizados de tarifas o admitieron descuentos para algunos sectores de la economía (transportistas, por ejemplo). La condición fue que el Estado desembolsara un subsidio mayor –entre otras prerrogativas obtenidas por las empresas–, como la condonación de multas o los mayores plazos para cumplir con los planes de obra. Así, la obligación estatal fue in crescendo hasta alcanzar el extraordinario nivel señalado arriba.
Pero no hubo demasiado como contrapartida de ese esfuerzo fiscal, ya que el cumplimiento de los planes de inversión alcanzó un magro 35 por ciento promedio, al tiempo que la extensísima red no concesionada quedaba casi en estado de abandono.
Quizá porque aquella bonanza no fue igual para todos los corredores, el frente de los concesionarios hoy está quebrado. Mientras un grupo de empresas reclamaba una prórroga que iba desde tres meses a ocho años, según los casos, Techint irrumpió proclamando la intención de cumplir con el contrato original y retirarse el 30 de octubre.
En rigor, la constructora de la familia de los Rocca y alguna que otra concesionaria sugirió el camino que el Gobierno finalmente eligió: relicitar todos los corredores. Quizá porque especulan que en esta segunda privatización tendrán un lugar de privilegio por sus antecedentes. O porque prefieren reconsiderar el negocio sin las ataduras de un contrato en ejecución, por lucrativo que éste les hubiera resultado.

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