EL PAíS

Por seis medialunas

 Por Horacio Verbitsky

En la década de 1990, mientras se remataba a precio vil el capital social acumulado por generaciones de argentinos en las empresas públicas, un detenido tomó un sandwich del escritorio de una secretaria del tribunal donde lo habían llevado y se lo comió. El juez no tuvo mejor idea que abrirle un segundo proceso. El caso se conoció como “El pebete federal”, por el pan del sandwich y el fuero donde ocurrió. La repercusión pública indujo al juez al sentido común y la causa se cerró sin más consecuencias que el ridículo para sus protagonistas, que se ganaron un lugar en los libros de derecho. En abril de 2001, no por un pebete federal sino por seis medialunas provinciales, Emilio Alí fue condenado a cinco años y medio de prisión. Alí no se comió las medialunas robadas y ni siquiera hay pruebas serias de su vinculación con ellas. No obstante ya lleva un año y medio en prisión, condenado por los delitos de coacción agravada y extorsión, mientras la desocupación supera todos los registros históricos, la distribución de alimentos pasa a ser un tema político central y la devaluación y la pesificación de deudas implica una fabulosa transferencia de ingresos en favor del capital más concentrado. Se estima que hay en el país unos 3000 procesados por participar en protestas sociales.
Con la mayor solemnidad el fiscal general de Mar del Plata, Juan Manuel Pettigiani, firmó una declaración aduciendo que Alí no era un preso social, y lo repitió en reportajes para la televisión. Según el fiscal, Alí y otras personas amenazaron a un comerciante para que retirara una denuncia por robo. Lo que omitió es que el presunto robo había sido de seis medialunas y que no está probado que Alí tuviera algo que ver. La semana pasada, el abogado de Alí, Juan Carlos Capurro, presentó un memorial a la Cámara de Casación, que en los próximos días deberá decidir el caso. Según la acusación, recogida por los jueces del Tribunal en lo Criminal NO 2 de Mar del Plata en su sentencia, Alí habría amenazado al comerciante Teddy Vázquez Oyola para que “retirara la denuncia” de robo contra un joven vecino de su barrio. Otro detalle que falta es que Vázquez Oyola no había formulado denuncia alguna, por lo que el propósito “supuestamente perseguido por el imputado y los vecinos era de imposible realización, lo mismo hubiera sido que lo obligaran a volar”, dice la apelación. Las amenazas no serían entonces calificadas, sino simples y en ese caso les cabría la larga jurisprudencia de tribunales de todo el país: no constituyen delito si fueron “proferidas irreflexivamente al calor de un altercado verbal, en un arrebato de ira, que no tiene idoneidad para amedrentar”. Ni siquiera está demostrado que Alí haya sido autor de las amenazas, que sólo fueron escuchadas por la esposa del comerciante. “Los demás no lo mencionan. No escucharon sus dichos, o supieron del hecho por comentarios posteriores de Vázquez Oyola. Esto lo remarca el propio tribunal en la sentencia.”
El otro hecho por el que Alí fue condenado ocurrió el 5 de mayo de 2000 en el supermercado Casa Tía. Para sus defensores es imposible sostener que un grupo de cuarenta a sesenta personas, en su mayoría mujeres, ancianos y niños, que no portaban armas ni elementos contundentes sino carteles, pueda ser considerado una amenaza en un local comercial “que cuenta con dispositivos de seguridad, alarmas, personal de seguridad privado y auxilio policial inmediato”. Todos los testigos coinciden en que la supuesta amenaza no estaba dirigida a la integridad física del personal del mercado sino “sobre los comestibles que había en el establecimiento” y que debido al “operativo policial montado dentro del local, dispuesto a resistir el avance de los manifestantes, tal acción era de imposible realización”. Lo relevante es que no se produjo ningún saqueo y los manifestantes se limitaron a pedir, con mayor o menor firmeza, que se les entregaran alimentos no perecederos y de extrema necesidad para la supervivencia del grupo. El gerente nunca perdió el control del local, llamó por teléfono tres veces a la casa central en Buenos Aires y por orden de sus superiores entregó las bolsas con comida.
Para la defensa, Alí puede ampararse en el estado de necesidad como causa de justificación y de disculpa. Entre la propiedad y la vida, no cabe duda acerca de cuál es el bien jurídico superior, afirma el memorial. Ese estado de necesidad fue reconocido incluso por la Cámara de Supermercados de Mar del Plata, cuyo gerente declaró que entre sus actividades “está la de distribuir alimentos a la gente necesitada”. Los supermercados de la Cámara “organizan bocas de expendio y cada empresa tenía asignada una cantidad de bolsas de alimentos”. Los defensores dicen que esto implica el reconocimiento del estado de necesidad y la habitualidad de la entrega de alimentos. “Por lo tanto el ir a buscarlos y reclamarlos era y es una conducta socialmente admitida”, que no constituye delito. El acto de pedir comida, “con mayor o menor vehemencia, escapa al ámbito de protección de la norma penal. El hambriento, el desamparado, no está en condiciones de violar la norma penal, no puede coaccionar, ni extorsionar, pidiendo ayuda”. Mientras el Procurador General Eduardo Matías de la Cruz, quien se dice discípulo de Arturo Jauretche, ha prometido que no se opondrá a la liberación de Alí, dos fiscales de ejecución penal de La Plata, Marcelo Romero y Maribel Furnus, que dependen de él, denunciaron por delitos contra la seguridad de los medios de comunicación y transporte a las personas que hace diez días cortaron el Camino Centenario en demanda, precisamente, de la libertad de Alí.

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