EL PAíS › EL TRANCE DE RECONOCER EL CUERPO DE UN FAMILIAR
Dolor en la Morgue Judicial
“Cómo puede ser él... Cómo puede se él”, se preguntaba un anciano desolado que salía de reconocer el cadáver de su hijo, quien había ido al recital que terminó como nadie imaginó, en República Cromañón. El hombre era integrante de una de las diez últimas familias que debían retirar a sus muertos alojados en el portentoso edificio de la Morgue Judicial. En frente de la prolija y delineada arquitectura de esa construcción que aloja la muerte, durante tres días se instalaron centenares de allegados a las víctimas del incendio de Once. El trabajo de más de cien voluntarios y profesionales en ese lugar terminó ayer, “pero la tarea de reconstrucción psíquica de las familias y la sociedad va a necesitar mucho tiempo de trabajo”, diagnosticó Elina Aguiar, una de las tantas psicólogas que prestó apoyo a las otras víctimas.
Antes del anochecer del domingo, el campamento lúgubre montado sobre las veredas de Viamonte, entre Junín y José Evaristo Uriburu, comenzó a desmontarse. Esa cuadra era, prácticamente, una peatonal y ya no había familiares de los muertos. Los pocos que quedaban estuvieron adentro del edificio, se los veía desde atrás del acceso sobre el cual flameaba apenas la punta de una ennegrecida bandera argentina enredada en un mástil. Delante de ellos, los paneles con fotos de los cadáveres se vaciaban de a poco, sólo quedaban unas siete listas con tres columnas: Nombre y apellido - Remitido desde - Nº de cadáver. De a ratos salía una Trafic con un ataúd custodiado por personas con los ojos hinchados por el llanto. En lo que un psicólogo que prefirió no identificarse denominó “raid de la desesperación”, hubo gente que debió reconocer varias veces el cuerpo de su ser querido. Los que estaban en el cementerio de la Chacarita veían a su pariente en un estado que difería del que volvían a ver en la morgue. “Esto, sumado al estrés de tres días de luto, el cansancio, el calor, hace que el dolor sea más difícil de soportar”, evaluó.
Afuera, los voluntarios apilaban los sillones plásticos que hicieron fila en la calle, vaciaban la veintena de heladeras de telgopor y los tachos llenos de botellas con agua que alguna vez estuvo fría. A una cuadra de allí, la escuela ubicada en Lavalle al 2300, que albergó a familiares de víctimas, también se había desocupado. Apenas quedaban –ya sin trabajo– el trailer de Defensa Civil y las carpas en las que personal del gobierno porteño brindaba información.
De repente, cuando el anciano reconoció el cadáver de su hijo, quienes desarmaban frenaron el movimiento. Acompañado por otros cinco familiares abrazados entre sí, el hombre caminó hacia Junín con paso de carroza fúnebre. Alejandro, otro de sus hijos, tampoco podía creer que ése fuera su hermano. “Tenía la cara asustada”, comentó. En la otra punta de la calle, con el cuerpo resignado sobre una pared, la mirada dirigida a un punto fijo de la nada, un muchacho era rodeado de psicólogas que le acariciaban la cara y daban palabras de aliento. Pero sólo reaccionó cuando vio que su novia se acercaba y lo abrazó.
Gustavo Curcio, uno de los coordinadores del voluntariado, evaluó como “muy bueno” al accionar de las poco más de cien personas que se acercaron a colaborar. Muchas de ellas “estaban capacitadas para enfrentar el dolor ajeno, pero otras no lo pudieron soportar”. La organización tuvo dos aspectos, según explicó a Página/12: “El logístico, que fue la entrega continua de agua, comida, gaseosas y café; y el de la ‘contención’ emocional”.
Informe: A. F. D.