EL PAíS › POR QUE ROBERTO FONTANARROSA

Un personaje realmente argentino

Por J.C.

Es un personaje. Argentino, de Rosario, de 60 años, amante del fútbol y de las mujeres, y de los amigos, de ojos oscuros y grandes, directos. Nada más verlo parece que acaba de venir de un estadio, de animar a los suyos. En Argentina, Fontanarrosa es tan famoso como Maradona, y en Rosario, su ciudad, es un ídolo, hemos tenido ocasión de comprobarlo. Lleva 30 años publicando en Clarín un chiste diario; podría hacer lo que quisiera, pero se pliega a la actualidad, y sobre lo que pasa versan sus viñetas. Y es además un escritor, sobre todo de cuentos, celebradísimo en Argentina y cada día más conocido fuera de allí. Hace poco apareció por Madrid, con compatriotas suyos, también cuentistas, y en la Casa de América le pusieron delante del micrófono, en medio de las solemnidades habituales en conciliábulos así. La gente no paró de reír escuchándolo: habló, con una seriedad que se parece corresponder con el carácter de los buenos humoristas (por cierto, la mirada de Fontanarrosa se parece a la de Buster Keaton), sobre la literatura.
Empezó con esta frase, Puto el que lee esto, que no escribieron “ni Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora” sino que él leyó “en un baño público en una estación de la ruta”. Con esa frase (que culmina con una declaración de principios: “Puto el que lee esto... Eso es literatura”) con la que comenzó su desternillante intervención de Madrid empieza precisamente su último libro de cuentos, Usted no me lo va a creer (Ediciones de La Flor. Argentina). Según él, ese principio es más impactante que cualquier principio de la historia de los libros, desde Cervantes hasta Gabo...
Lo vimos de nuevo en Rosario, con motivo del reciente Congreso de la Lengua Española, del que fue un invitado estrella, y allí hablamos con él, sentados en el rincón oscuro del hotel donde se habían alojado los Reyes de España. Llegó con una bolsa ligera, en mangas de camisa, caminando como un interior izquierda. Durante la conversación recibió algunas llamadas, una de las cuales fue de los directivos de Rosario Central, el equipo de fútbol por el que se partiría la cara: habían sabido que Ernesto Sabato (presente en Rosario) quería lucir una camiseta del equipo y le pedían a él que fuera quien se la entregara en la propia cancha. Después de la entrevista tenía que ir a rehabilitación, pues una complicación cerebral que felizmente está detenida le dejó inhábil su brazo izquierdo, y mientras cruzaba luego en su coche las calles de su ciudad (lo adoran porque nunca se fue, el más famoso de los rosarinos actuales y no ha tenido la tentación de irse del sitio donde nació) nos estuvo hablando de las dentelladas que dejan en el cuerpo y en el alma los avatares de la salud; lo hacía con solidaridad y melancolía, hablando con una ternura sin límites, también, de su gran amigo Joan Manuel Serrat, a quien dedicaría un especial homenaje durante su intervención en el congreso y que en ese momento estaba siendo operado en Barcelona. Es interesante recordar esa aparición suya en el congreso que revolucionó Rosario, porque lo retrata como es, el hombre del extremo, solitario y sonriendo. Estaba sentado en el extremo de la mesa, en mangas de camisa, vestido de blanco, en contraste abierto con la oscuridad de los trajes de todos sus compañeros de panel. Nada más ocupar su sitio, una ovación lo recibió como si fuera una estrella de rock o un jugador de fútbol. Su compañero de mesa, el mexicano Federico Reyes Heroles, diría luego que se sentía muy feliz de ver un auditorio tan lleno de mujeres. Y ahí se la puso en bandeja para que rematara Fontanarrosa: “Rosario se distingue por sus mujeres y por el buen fútbol. ¿Qué más puede pedir un intelectual?”. No fue un comentario machista, él no lo es: fue un comentario de Fontanarrosa, y el estadio, perdón, el teatro, se levantó en una ovación. Cualquier cosa que dijera (reivindicaba las malas palabras, nada menos) desataba la simpatía del público, porque además cualquier cosa que dijo estuvo llena de la simpatía que convirtió su intervención en un espectáculo de humor. Como en Madrid, pero con los suyos. Basta leer sus libros, El mundo ha vivido equivocado, por ejemplo, para entender que Fontanarrosa no simula el humor: él es humor en estado puro. Aunque aquí hable en serio de él, de su país.

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