EL PAíS › ANIBAL FORD *.
Sacarse un país
Durante estos días estuve pensando en varias cosas. En cómo se fue construyendo este país: el país de las masivas inmigraciones externas e internas; el de una de las primeras leyes de alfabetización del mundo; el de culturas del trabajo y la producción tan diversas y complejas como sus regiones; el del falso federalismo y de la hipercentralización; el de las ciudades y los desiertos; el de los caminos y las fronteras olvidadas o conflictuales. Pero también en cómo se fue construyendo y destruyendo este país. En quiénes son los responsables o los causantes no importa si por imbéciles o ladrones, por sectarios o iluminados de este proceso que nos coloca al borde del abismo. Y junto con esto, o tal vez más que esto, he tratado de imaginar qué economía, qué lógicas de la producción podrían salvarnos, resolver la desocupación y la marginación, reingresar en la agenda la salud, la educación y el desarrollo, evitar que caigamos en las filantropías del tercer sector y en la limosna o en la destrucción total. Es difícil pensar la Argentina.
Y es difícil porque no esta claro qué significa pensar una nación una construcción cultural, al fin en medio de conglomerados que destruyen culturas, genealogías, memorias e identidades, en beneficio del mercado y del escolaso financiero internacional. O de “racionalismos” que olvidan que una nación es no sólo un invento de la burguesía sino un conjunto de historias, de crisis, de proyectos, de utopías, de trabajos, compartidos por una comunidad. Y no importa si esta comunidad es la Argentina y sus diversas culturas, o el Mercosur o América latina o los países del Tercer Mundo, que todavía siguen existiendo porque son las víctimas de las fabricadas y fraudulentas deudas externas, el más cruel invento del capitalismo (o de ese sector de la sociedad mundial que, siendo menos del veinte por ciento de la población, acumula más del ochenta por ciento de la riqueza).
Y es también difícil porque un país no es una entidad metafísica sino un conjunto de afectos, de costumbres, de interrelaciones, de vida cotidiana, de formas de entender o dar sentido a la vida, a la familia, al trabajo, al mundo, construidos en tiempos largos. No es fácil sacarse un país de encima. Por eso, si lo destruyen moriremos dando testimonio de algo que quiso ser. Y si no lo hacen, seguiremos tratando de que elija con autonomía su forma de participación en el mundo, sus campos de conflicto y de lucha. Y no enroscado en una monocultura que no sólo desconoce que la riqueza de la humanidad está en su propia diversidad sino que, con prepotencia etnocéntrica, se cree el único modelo posible. Y es aquí donde la crisis argentina no puede desengancharse de la crisis internacional de dos mundos que se enfrentan. Basta cotejar, como mero ejemplo, las agendas de la próxima reunión del World Economic Forum (centrada en la seguridad y la vulnerabilidad) con la del Foro Social Mundial (orientada a la búsqueda de otros modelos de organización social, económica, cultural).
No es la Argentina el único país castigado. Sí, es un país que el proceso militar aisló para adentro y para afuera, que se provincializó y se empobreció en el conocimiento de sí mismo sus gentes, sus recursos, sus culturas y de su situación en el mundo. Un hecho que ninguno de los gobiernos posteriores trató de resolver o restañar. Por eso, la incertidumbre que hoy nos inunda y que es también la de una país que pagó con treinta mil vidas una sumisión económica y social sin límites, pareciera no tener estribo donde apoyarse.
* Escritor y ensayista. Dirige la Maestría en Comunicación y Cultura de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.