EL PAíS › GUILLERMO SACCOMANNO*.
La sangre de los otros
Por Claudio Zlotnik
Mientras usted lee esta columna, con seguridad hay un pibe villero que está mandándose un nariguetazo, agarrando un caño y saliendo a hacer un trabajito. Ese pibe ya no tiene nada que perder. Nada. Ayer tal vez pudieron operarlo los mafiosos de la derecha para que saliera a reventar supermercados. Y pudo ser una víctima. Mañana, tal vez, lo pueden operar otros. Ese pibe no tiene nombre. No existe. Ni siquiera en las estadísticas. Su vida, como la de muchos de su condición, no cuenta siquiera para quienes la usan como chivo expiatorio.
Mientras usted lee esto que escribo, la muerte nos sitia. Mientras analizamos, discutimos, teorizamos y conjeturamos, cada vez es mayor el olvido que se tiende sobre los santos inocentes asesinados el 20 de diciembre. Esas muertes ya no importan. Ni tampoco las que pueden ocurrir hoy. O mañana. Porque, ¿quién garantiza que mañana no habrá más víctimas de la represión? Nadie. Incluyendo a las nuevas autoridades. Menos que nadie las nuevas autoridades, salpicadas como están por la sangre de los otros. Todos quienes integran el “nuevo” gabinete, todos, quien más, quien menos, estuvieron o están vinculados estrechamente con la dictadura financiera que viene yugulando el país desde hace décadas.
Usted dirá que exagero.
Si es cierto, como decía el poeta John Donne, que ningún hombre es una isla y que no debe preguntarse por quién doblan las campanas, porque doblan por él, siguiendo con el silogismo, toda muerte, próxima o lejana, nos disminuye. Un funcionario que participa de un gobierno que justifica una sola muerte, ya es cómplice de ese gobierno. Es sabido que ningún funcionario de los últimos gobiernos democráticos piensa y, menos aún, actúa en consecuencia con los versos de John Donne. Desde las víctimas del terrorismo de Estado a los desaparecidos del mapa laboral, desde los ahorristas defraudados de la clase media venida a menos hasta los piqueteros, pasando por los pibes barridos por el gatillo fácil, todos componen un cuadro dramático que a los políticos del justicialismo y el radicalismo tiene sin cuidado. Si hay una palabra que los políticos gastaron en los últimos días esa fue grandeza. Causa una gracia lamentable que la impunidad hable con semejante desvergüenza de grandeza.
Porque resulta muy difícil imaginar que quienes, hasta hace instantes, se acomodaban en el poder de un gobierno anterior (que ahora repudian), de pronto, borrón y cuenta nueva, invoquen con “grandeza” la unidad nacional burlando nuevamente la indignación popular. ¿Cómo creerle al presidente de hoy su invocación a la unidad nacional cuando ayer nomás era vicepresidente del gobierno financiero de los ricos y famosos que profundizó impiadosamente la división de clases de nuestra sociedad? ¿De qué unidad y de qué nación hablan las nuevas autoridades? ¿Puede haber unidad, por ejemplo, entre los leguleyos patéticos de la justicia corrupta y los derechos humanos? ¿Hay acaso algún punto de unión entre los políticos que apoyaron la más cruenta reforma laboral y los desocupados? ¿Es el mismo país el de los buenos muchachos del radicalismo y del peronismo que la tierra arrasada de los hambrientos? Más allá y más acá de sus buenas intenciones, este país tampoco es el mismo para el pibe villero que para usted.
Porque mientras usted termina de leer estas reflexiones, ese pibe villero del que le hablaba al principio ya está en la calle, buscando dónde golpear. Tal vez la próxima víctima sea usted. Tal vez no. Tal vez la sangre salpique de nuevo. Pero no se aflija. Ni la sangre de ese pibe (que no tiene nada que perder) ni la suya (que tiene unos pesos secuestrados en un banco) afectan a la unidad nacional. Porque la sangre que salpica es siempre la de los otros.
* Escritor y periodista. Su último libro es “El buen dolor”.