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Habrá circo pero no pan
Por Claudio Uriarte
Es raro que Inglaterra –que yo quiero tanto– suscite bastante odio en el mundo, y sin embargo no se emplee nunca contra Inglaterra un argumento que podría emplearse: el de haber llenado el mundo de deportes estúpidos como el fútbol”, dijo Borges en una entrevista periodística de 1971. George Orwell –olvidado ahora en favor de luminarias para mediocres como Christopher Hitchens– se declaró perennemente asombrado “cuando escucho a la gente decir que el deporte crea buena voluntad entre las naciones, y que si sólo los pueblos del mundo pudieran confrontar en fútbol o en cricket, no estarían inclinados a hacerlo en el campo de batalla. Incluso si uno no lo supiera gracias a ejemplos concretos (los Juegos Olímpicos de 1936, por caso), que las competencias deportivas internacionales llevan a orgías de odio, uno podría deducirlo de sus principios generales” (The Sporting Spirit, 1945). A estas dos observaciones, que suscribo plenamente, hay que agregar un rasgo de época: la discusión sobre si este Mundial en esta Argentina será pan y circo es ilusoria, puesto que habrá circo pero no pan; la pregunta es si la abundancia de circo servirá para compensar la ausencia de pan, y la única respuesta razonable me parece: por supuesto que sí.
Personalmente, el fútbol siempre me dejó del todo indiferente, nunca entendí sus reglas y lo más atractivo que encuentro de un Mundial es el silencio que reina en Buenos Aires y la facilidad con que uno resuelve trámites que normalmente llevan horas. Pero si el fútbol no me interesa en sí mismo, en cambio me interesan mucho los seguidores del fútbol, y especialmente los que polemizan sobre el fútbol en la radio y la televisión. Esos apasionados inexplicables han construido en el fútbol una especie de microcosmos con su propia filosofía, psicología, sociología, ciencia política y estrategia militar: no es extraño que su terminología esté desopilantemente salpicada de términos mal extraídos de todas esas disciplinas; dentro de poco podrán acuñar una numismática, y entonces tendremos un mercado de monedas futboleras (reservas hay). Fervientes en lo trivial, son capaces de pasarse horas sopesando y debatiendo las ventajas y deméritos de incluir en un equipo a gente que responde a apellidos como Batistuta o Caniggia; recuerdan goles realizados en 1956; son eruditos en arcanos como los distintos estilos de pases entre Boca y Chacarita; elaboran genealogías de la moral comparando las decisiones de árbitros y directores técnicos difuntos, y todo con el calor al rojo vivo que uno imaginaría mejor aplicado a algo realmente serio, como una novela, una película o una obra musical. Entiendo que el fenómeno se explica solo: el fútbol es un campo pleno de depositaciones y simbolizaciones vicarias; guarda respecto a la vida más o menos la misma relación que el juego de Monopoly al Fondo Monetario Internacional.
Políticamente, lo más desagradable que tiene un Mundial de Fútbol es la entronización en el pensamiento de la primera persona del plural. Todo se subsume en el sospechoso conformismo de un “nosotros”, que tiene kilómetros de extensión pero centímetros de profundidad. En otras palabras, es un clásico ejemplo del actual triunfo del colectivismo sobre el individualismo, y del espíritu linchador de la turba contra la disidencia.
Yo me atrevo a disentir, especialmente en estas horas en que la Patria no necesita un triunfo vicario. Personalmente, no me considero parte de ningún “nosotros” y menos de uno que sublime el fracaso argentino con cansada melancolía tanguera. Yo me atrevo a desear que gane Inglaterra. Sería justicia poética, tanto para el país que inventó un deporte tan estúpido como para el que nos ha legado tan espléndida cultura.