EL PAíS › IMAGENES DEL DIA DE FURIA EN LA ESTACION HAEDO
Un Zè Pequenho argentino
Por Martín Piqué
Para alguien que vive en Haedo y trabaja de tarde y noche, despertarse con la radio anunciando un pequeño Vietnam a cuatro cuadras de su casa no es algo que pase todos los días. Entonces hay que ir y sumarse a la larga fila de curiosos que caminan directo a la columna de humo, que se va haciendo más espeso y oscuro en las inmediaciones de la estación de estilo inglés, a la que muchos pasajeros consideran la más linda de la línea Sarmiento. La primera imagen es un coche de la Bonaerense atravesado sobre la calle, vacío, con el parabrisas astillado por las piedras y cascotes que yacen sobre el asfalto. Las vidrieras de los bancos Itaú y Supervielle rotas. Y un ruido metálico, regular, que resuena sobre los gritos aislados de la gente en la esquina de Rivadavia y Fasola (la calle que Los Piojos hicieron famosa en Verano del ’92).
El ruido es el golpe metódico que con fierros y alguna maza reciben las máquinas expendedoras de boletos de la empresa Trenes de Buenos Aires (TBA). Un grupo de jóvenes está intentando separar las alcancías que guardan las monedas del resto de las máquinas para llevárselas. Después el esfuerzo lo pondrán en romper las alcancías. Son jóvenes, visten ropa deportiva; algunos llevan gorros con visera y la mayoría viene de Merlo y Moreno. Mientras intentan abrir las cajas que guardan las monedas en la entrada del andén, dos formaciones completas del recorrido Once-Moreno –unos nueve vagones– arden con el sonido que hacen las brasas de un asado al consumirse y caer entre los soportes de la parrilla.
El grupo que ocupa el paso a nivel de Rivadavia y Fasola, al pie de una garita de maniobras que dice “Haedo Este”, alcanza a lo sumo las 200 personas. Hay jóvenes con camisetas de fútbol de clubes locales, hay hombres de mediana edad de cuarenta o cincuenta años, hay grupos de chicas con el pelo recogido en un rodete, pantalones de gimnasia y zapatillas. Hace calor y todos llevan remera o directamente están en cueros. La única excepción es un joven esmirriado, de pelo crespo y negro, que camina con movimientos eléctricos: a pesar del sol del mediodía, el flaco –que no debe tener más de veinte años– lleva un camperón azul oscuro, casi negro. Su figura delgada en un abrigo tan holgado llama la atención.
La excepción se explica después. Con un movimiento estudiado, el adolescente se abre la campera y muestra un chaleco antibala de la policía. Aunque el chaleco le queda grande, él lo lleva como un trofeo de guerra. Es el resultado de la primera escaramuza con la policía, que terminó con un patrullero roto y otro, frente a la casa de empanadas Esquina del Soufflé, volcado y prendido fuego. Morocho y agresivo, su figura hace recordar al personaje de la película brasileña Ciudad De Dios, el tan respetado Zè Pequenho.
Rodeado de amigos más grandes, el Zè Pequenho argentino bromea cuando ve pasar a un rubio que viste ropa de marca y parece un habitué del gimnasio:
–¡Al blanco, al blanco! –grita señalando al rubio mientras agita por el aire un fierro. Aunque no pasa de la intimidación al acto, la víctima de sus amenazas intenta descomprimir la situación pidiendo un trago de cerveza. Es la cerveza que hasta hace poco estaba en el depósito saqueado del copetín al paso del andén. El pedido no tiene éxito. Esa negativa encierra sutiles códigos de pertenencia social. A pasos de ese lugar, otro joven con físico de adolescente –alto y muy flaco– amenaza con golpear a un cronista de Canal 9. “Mis zapatillas salen treinta pesos. ¿Cuántos salen esos zapatos?”, le pregunta con aire indignado. El movilero, que lleva traje, corbata violeta y zapatos de diseño moderno, permanece callado.