Miércoles, 20 de septiembre de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
Vaya si tejió redes Hugo Anzorreguy para precaver el riesgo de eventuales caídas. El dinero primero que todo, que siempre ayuda. Al acervo de una familia bien ensopada sumó el hombre la jugosa cosecha de un estudio jurídico ABC1, de esos que facturan con varios ceros.
Las relaciones setentistas, ahí no más. Quien fuera abogado de la CGT de los argentinos en los memorables sixties siempre tuvo la mesa servida, la bodega habilitada, la tertulia abierta, el oído dispuesto y una manito en materia laboral para los compañeros de los ’60 y los ’70 que estuvieran en apuros y se acercaran a su despacho. Salía de su boca, con gracejo impar, un discurso extendido en tiempos de Carlos Menem. Preconizaba que el coraje aplicado en la lucha por la patria socialista se había metamorfoseado en la voluntad por hacer las “reformas necesarias” cerca del fin de siglo, sin pruritos ideologistas. No era un discurso muy coherente si uno se tomaba el tema en serio, pero lo enunciaba bien, en tanto prodigaba hospitalidad y amiguismo.
Su conocimiento baqueano de “la familia judicial” fue otra cobertura, amén de un valor agregado cuando llegó a la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE). Ahí le cupo tejer, junto a su compañero de gabinete Carlos Corach, otra red: la organización del Poder Judicial, en especial con una camada memorable de jueces federales. Con plata, con amigos, con jueces que aseguraban impunidad, Anzorreguy pudo pensar que jamás le tocaría vivir lo que le pasó ayer.
La historia combina de modo particular los designios de los protagonistas y un puñado de azares. Juan José Galeano fue una de las figuras oscuras, mediocres y trepadoras que Anzorreguy catapultó a ligas mayores de Tribunales. Lo había conocido cuando Su Señoría no era tal sino un secretario empeñoso de un juzgado en el que tramitaba una causa grossa del estudio Anzorreguy (que no conocía otras, excepción hecha de algún trámite gratis para algún decaído compañero de militancia). Galeano se manejó bien; los clientes de Anzorreguy cosecharon buena moneda; el tímido secretario llegó a Comodoro Py. Era el sueño del pibe, no tenía 40 años ni nada memorable en su currículum.
La causa AMIA le cayó a pocos meses de haberse instalado y Galeano pintaba, para el gobierno menemista, ser the right man in the right place, el partiquino perfecto para armar un encubrimiento que hizo historia.
Tras reñir con su hermano Jorge, tras ser declarado mancha venenosa por muchos ex comensales de su pródiga mesa, Anzorreguy rezonga ante los pocos confidentes que lo visitan (sale muy poco, el que sabía ser bon vivant) que la primera idea no fue suya. “En Estados Unidos –rememora que dijo otro integrante del gabinete de Carlos Menem, muy viajado y abogado también él– cuando ocurre un megaatentado o un crimen de mucha repercusión la CIA o el FBI encarcelan a algún chivo expiatorio rápidamente para serenar a los medios y la opinión pública. Y, sin esa presión, siguen investigando.” Da la impresión de que el gobierno menemista olvidó demasiado pronto la última frase, pero a fe que aplicó la primera. En joint venture con Galeano armaron una fábula y la vendieron al costo. Un encubrimiento torpe, ornado con dinero. Y, por el mismo precio, un relato que le complicaba la vida (con argumentos creíbles) al compañero Eduardo Alberto Duhalde, que se estaba poniendo cargoso.
Las redes se fueron horadando, una a una. El juez Ariel Lijo lo acusa de haber plasmado “una clara distribución de tareas” con Galeano, en las que la SIDE puso el dinero necesario para comprar la confesión de Carlos Telleldín. El lo negará todo hasta último momento”, vaya si conoce el abecé para cualquier procesado en apuros, sea un ladrón de gallinas o un ex señor cinco que colgó los botines.
Dice su actual leyenda que platica poco, usualmente en la penumbra. No es sencillo saber si se cuestiona haber hecho lo que hizo en relación con el más grande atentado que padeció la Argentina. Es más verosímil que se reproche (un letrado de fuste y un hombre de mundo no puede perdonarse esos deslices) haber sido el soldado menemista que más nítidamente estampó sus huellas dactilares.
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