Miércoles, 20 de septiembre de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Sandra Russo
Las palabras monstruo y mostrar tienen una raíz común. Hay algo en el monstruo que exige ser visto, exhibido o imaginado. El monstruo existe para que los demás sepan que existe. Aunque permanezca oculto, la entidad del monstruo requiere ser completada por alguien que le tema, por alguien que huya de él, y que lo constituya. Para eso durante los ’70 hubo hombres como el ex comisario general Miguel Etchecolatz, cuyo solo nombre, en la provincia de Buenos Aires, provocaba escalofríos.
La dictadura militar tuvo muchos asesinos, pero sólo algunos verdaderos monstruos, que fueron fuente de inspiración para los demás. Uno lo da por hecho, pero cabe la pregunta: ¿habrá sido tan sencillo hacer emerger de las Fuerzas Armadas de entonces semejante legión de secuestradores, torturadores y asesinos? Una cosa es haber convencido a todos ellos de que las organizaciones armadas de la época se habían propuesto “imponer un régimen totalitario en el país, apoyados por otros estados como el castrista”, tal como afirmó ayer el abogado defensor de Etchecolatz, Luis Boffi Carri Pérez. Pero otra cosa muy distinta debe haber sido convencerlos, y con bríos siniestros, de que era necesario meterles picana a los prisioneros hasta desmayarlos o matarlos, aniquilar familias enteras, secuestrar y robar niños, protagonizar esa obra maestra del terror. El régimen necesitó a los monstruos para implantar en las fuerzas de seguridad un modelo de militar sin escrúpulos ni humanistas ni religiosos, hombres a los que no les temblaba el pulso para picanear a mujeres embarazadas, para torturar a la esposa delante del esposo o para fusilar prisioneros en fugas fraguadas.
Hombres como Miguel Etchecolatz sirvieron para irradiar a su tropa la luz invertida del mal absoluto. Fueron los líderes falaces de un país que luchaba contra el incierto enemigo interno con el peor de los terrorismos, el de Estado. Los monstruos ofrecieron a la dictadura sus almas negras, en las que ellos y tantos otros fueron capaces de almacenar el dolor ajeno, y cuanto más dolor, y cuanto más crimen, más épicas parecían sus leyendas. Etchecolatz sigue sosteniendo que en la Argentina no hubo campos clandestinos de detenidos-desaparecidos, y que lo que hubo fueron campos ocultos, “como en toda guerra”.
Los monstruos siempre están esperando el momento de demostrar que son monstruos, porque en el fondo están orgullosos de serlo. Y por eso son monstruosos.
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