Sábado, 26 de mayo de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Luis Bruschtein
La agenda mediática –que no es exactamente lo mismo que decir los temas importantes– de hace cuatro años estaba totalmente ocupada por cuestiones como la deuda externa, el FMI, la miseria, el altísimo nivel de desocupación y el desprestigio de la política y los políticos.
Cuatro años después, en la misma agenda, prácticamente desaparecieron la deuda externa y el FMI; la miseria y la desocupación han sido reemplazadas por la puja salarial muy relacionada con la discusión de los índices de inflación y costo de vida; se mantiene, aunque en menor grado, el desprestigio de los políticos, y ganó terreno el tema de la corrupción.
Es interesante tomar la agenda mediática para comparar las cosas que han cambiado en estos cuatro años, porque es un territorio donde el Gobierno perdió en todos los frentes y por lo tanto no se puede hablar de manipulación oficial, aunque haya manipulación de otro tipo. Es una agenda que no incluyó centralmente, por ejemplo, los derechos humanos, en donde el Gobierno impulsó avances muy importantes. O la integración regional, donde también se avanzó a través de las afinidades con otros gobiernos surgidos de procesos similares al argentino, como los de Brasil, Uruguay, Bolivia y Venezuela. Y también es una agenda que incluye como negativo cualquier intento de fortalecer los resortes de decisión económica del Estado, donde lo poco que avanzó el Gobierno, como en los casos del Correo, de la empresa de Aguas o la creación de Enarsa, fue duramente bombardeado por los medios.
Decir que no ha cambiado nada es lo mismo que decir, por ejemplo, que desapareció la desigualdad. Pero en cuatro años, los términos en que se despliegan las tensiones y las pujas de la sociedad cambiaron en forma drástica, de la misma manera que cambiaron sus protagonistas. El FMI y la deuda externa eran como una especie de losa que aplastaba cualquier decisión sobre el futuro. Puede ser discutible la forma en que se resolvió ese dilema, pero lo cierto es que ya no condicionan las decisiones sobre políticas económicas que se puedan plantear desde el oficialismo o la oposición. Y el altísimo nivel de desocupación, que castigaba a más del 25 por ciento de la población, estaba asumido como un tema estructural, formaba parte de la naturaleza, igual que la deuda, el FMI y las tormentas de granizo.
La discusión está en otros carriles, porque el Estado sigue siendo un Estado débil frente a los grandes grupos económicos y, por lo tanto, es un Estado que debe decidir sus políticas en una tensión que muchas veces le es desfavorable. Sobre todo cuando esas decisiones están relacionadas, por ejemplo, con políticas distributivas, con estrategias de precios, energéticas o de integración regional. Es una debilidad que aun así no se hace tan evidente por ahora por el crecimiento de la economía –todavía con marcas chinas– y el alto superávit fiscal que le dan un oxígeno que tenderá a desaparecer en cuanto esos índices se normalicen. Es decir, se planteó un rol diferente para el Estado, pero no se construyeron las herramientas institucionales para sostener en el tiempo esa función más “reguladora”.
En este sentido, la discusión está centrada ahora en la forma en que la prosperidad económica beneficie a todos y no mucho más a unos que a otros, como está sucediendo. Es una discusión diferente a la de hace cuatro años. Lo central de la protesta no está ya en las masivas marchas de desocupados –de excluidos que reclamaban inclusión–, sino en conflictos por salarios y precios y sus protagonistas son trabajadores, gremios y asociaciones de productores y empresas. La exclusión no desapareció, pero disminuyó en forma significativa como problemática. El empleo creció, aunque en gran medida lo hizo con trabajo precarizado. Sin embargo, la conflictividad mayor no se da en ese sector más explotado, sino entre los más beneficiados por el cambio de paradigma económico, lo que en algún momento se llamó la aristocracia obrera, que también incluye ahora a amplios sectores de trabajadores del área de servicios. Estos conflictos tienen mucha visibilidad porque afectan zonas muy sensibles de la sociedad como puede ser la educación o el transporte. Pero el problema más grave no está allí sino en los miles de trabajadores que son incorporados al mercado laboral con salarios en negro, sin protección gremial y con contratos basura. El conflicto salarial o por los precios se da en forma contundente hasta que llega una negociación y se termina. Pero el trabajo basura es una realidad que se sostiene en forma sorda y permanente.
Como suele suceder, los cambios en el debate político, en el plano de lo cultural, son menos claros que en el plano de la economía, lo material. Son menos y más difíciles de detectar. Podría decirse que los cambios en el plano más material de la economía no se trasladaron al plano más cultural de la política, más allá de las pujas por la renta. El debate no está centrado en la confrontación de proyectos de país que involucren el proceso económico que se está viviendo, sino que permanece atado a un esquema donde los paradigmas económicos eran indiscutibles y el debate se mantenía en un plano de la ética pura, por lo que terminaba siendo hipócrita en la medida en que no se planteaba modificar la situación menos ética de todas, que es la desigualdad y la injusticia.
Esa discusión no sirvió en aquel momento de hegemonía neoliberal porque cuando ganó la opción “ética” de ese entonces, repitió en mayor o menor medida lo mismo que antes le había criticado al menemismo. La ética no puede estar escindida de un proyecto que visualice éticamente a la sociedad en su conjunto. Y en ese sentido, el debate político entre oficialismo y oposición parece detenido en el tiempo. Cuanto más se extrema, más se vulgariza y pierde credibilidad frente a la sociedad. Y cuanto más se vulgariza, más se favorece a los corruptos, sean privados o públicos.
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