Sábado, 20 de octubre de 2007 | Hoy
Los vecinos del barrio San Carlos, en las afueras de La Plata, dicen que no escucharon nada y desconfían del “único testigo”. No creen que haya sido un robo.
Por Carlos Rodríguez
La tragedia ocurrió en un barrio que parece un pueblito de provincia, por su ritmo, por sus casas bajas, por la calma de sus noches, alterada ahora por la increíble noticia de un imprevisto triple crimen envuelto en sombras y especulaciones. Aunque está a unos pocos kilómetros de una ciudad importante como La Plata, el barrio Aeropuerto, como lo llaman en forma oficial por la cercanía con el aeródromo provincial de la ciudad, es un barrio del interior bonaerense. En su propio mundo, los vecinos le dicen Barrio San Carlos o Villa Elvira. No se ponen de acuerdo. “Yo hace diez años que vivo acá, éste es el barrio más tranquilo del mundo. Nunca pasó algo como lo que ahora ha pasado.” Don Braulio tiene el nombre criollo justo para vivir acá, en medio del campo, sin apuros, donde puede jugar con sus nietos en una casa humilde, de ladrillo hueco, madera y chapa, pero bien puesta, con patio y árboles jóvenes, como el propio conglomerado urbano, de calles abiertas hace muy poco. Tanto, que la calle 630, donde está la planta transmisora escenario del triple crimen, ni siquiera figura en la guía Filcar del remisero que lleva a Página/12. La numeración llega al 531 y otras guías más recientes se acaban en la calle 619, donde empieza el aeródromo. Por eso, los vecinos tienen más razones que nadie para no entender: “¿Mataron para robar? ¿Para robar qué? ¿Dos o tres armas? Esto fue una venganza o un asunto interno, no cabe otra”. Con matices, ése es el comentario generalizado.
La Planta Transmisora del Ministerio de Seguridad tiene su entrada principal por la avenida 7, que nace en el corazón de la ciudad de La Plata. Por allí circula la única línea de colectivos. No tiene número. La identifica un cartel que dice: “Este”. Los autos policiales que llegaban ayer, casi en procesión, y la gente que trabaja en la planta, entran por el portón de la avenida 7, unos metros antes de llegar a la esquina con 630, si se viene del centro de la ciudad. El edificio blanco donde se encontraban los tres policías asesinados, está como perdido en la inmensidad del predio. La casa está rodeada por siete torres de hierro donde están instaladas otras tantas antenas. Para llegar al edificio, desde avenida 7, hay que recorrer unos 500 o 600 metros por una calle interna, asfaltada.
Más allá de la fachada de dos pequeños muros pintados de blanco, anudados a un alambrado frágil que sólo cubre el ancho del terreno, el resto no tiene ninguna valla de contención. Cualquiera puede ingresar al predio sin problemas, sobre todo a lo largo de la calle 630. En la esquina de 630 y la calle 9 Bis, se alinean las casas familiares que están más cerca del edificio donde los policías fueron sorprendidos. “Yo me acosté a las 12 de la noche y me desperté a las cinco de la mañana. No escuché ningún ruido. Acá, como es todo campo, cualquier ruido, por mínimo que sea, se escucha. El silencio (habitual) es muy grande y por eso se escucha cualquier ruidito. Yo no escuché nada y todos los vecinos con los que hablé me dijeron lo mismo. Si hubo tantos disparos, y de 9 milímetros, algo se tendría que haber escuchado. Es posible que hayan usado silenciador”, especula Demetrio, que toma mate con su familia, en el patio de su casa, debajo de un árbol medianamente frondoso, pero no muy alto. Los vecinos, aunque el calor es agobiante, se reúnen en las esquinas para charlar sobre el suceso. “Nadie escuchó nada. Eran las dos de la mañana y todos dormían. Hay un chico de 16 años, que apareció en la televisión, que dice que escuchó todo y que vio salir corriendo a unas cinco personas. Puede ser, pero me parece difícil. Acá, de noche, no hay nada que hacer, así que la gente se acuesta temprano”. Ramón tiene un almacén, típico de barrio. Tiene las puertas cerradas. Atiende todo el tiempo por una ventanita.
Un chiquito flaco pide monedas a los periodistas para comprar pan y después, pícaro, aparece con dos helados, uno en cada mano. Los come rápido, como si fueran los últimos de su vida. Junto con unos amigos, algunos de 10 años –como él– y otros más grandes, de hasta 20, hacen especulaciones sobre lo que puede saber el testigo que fue llevado a declarar ante la fiscal Leyla Aguilar. “Al pibe lo conocemos todos, le dicen Flecha. Es posible que haya escuchado algo, pero a nosotros nos suena a bolazo. Casi nadie sabía que en esa casa había policías. Se veían llegar coches, pero la mayoría eran particulares y parecía una radio, no un cuartel. La verdad es que nadie le daba importancia a ese lugar, nadie lo junaba”. Pancho tiene 20 años y oficia de vocero de los jóvenes que siguen comentando la noticia que los rescató del olvido.
Al barrio San Carlos se entra por la calle 630, que primero tiene un modesto asfalto y luego un “mejorado” que dobla en la 9 Bis hacia adentro del barrio. Para seguir, por esa calle, hasta la planta transmisora del Ministerio de Seguridad, hay que tomar un sendero de tierra que tiene huellas recientes de camionetas o camiones. Por la calle lateral se llega a unos 50 metros del edificio blanco donde ocurrió el triple crimen. Ayer se observaba la presencia de una cinta rojiblanca que cerraba el lugar por donde corrió el sargento Pedro Germán García tratando, en vano, de salvar su vida. Quien quiera entrar al predio, sólo tiene que hacerlo. El pasto que rodea la casa blanca es más verde y cuidado que el del resto del barrio. Para pisarlo y avanzar, sólo hay que buscar un hueco entre los árboles que hacen de improvisado muro. No hay alambrada, ni de púas ni de nada. No había custodia externa ayer, no lo hubo la noche del crimen. Por eso fue fácil sorprender a los oficiales Ricardo Torres Barbosa y Germán Díaz dentro del refugio donde estaban “comiendo unos sanguchitos”, según dicen sus compañeros. El tercero, al parecer, dormía.
Los autores del hecho se llevaron una camioneta policial patente CAS 031. La encontraron después en el barrio La Unión, en la calle 145, entre 45 y 46, a unos cinco kilómetros de la escena del crimen. “Les advierto que van a la villa ‘El Peligro’”, bromea un colectivero de la línea “Este”, cuando se le pregunta la ruta que une el barrio San Carlos con La Unión, al que todos se empeñan en señalar como “tierra de nadie”, aunque es un conglomerado donde viven miles de personas. Los autores del crimen dejaron allí la camioneta, pero se llevaron las 9 milímetros de dos de los policías, una escopeta, una ametralladora y chalecos antibala. En La Unión, los periodistas no son bienvenidos, aunque Página/12 zafó bastante bien. “Siempre mienten los periodistas. Nos echan a nosotros la culpa de todo. Esta fue una interna policial. Se mataron entre ellos y nos dejaron acá la camioneta para sacarse de encima el problema. A ver si lo escribís mañana en el diario”, remata un chico de unos 20 años, en tono casi amable, acompañado por varios amigos, luego de algunas rispidez verbal inicial. Los vecinos de los dos barrios, cada cual con su estilo, coinciden en un punto central: “Ni robo ni nada: interna y corrupción policial”.
El padre de uno de los tres policías asesinados en la planta transmisora del Ministerio de Seguridad bonaerense aseguró que su hijo “estaba contento con su trabajo” y que “tenía ganas de vivir”. “Era un chico que tenía ganas de vivir. Entró a la policía, hizo la escuela en la Vucetich, se recibió y llevaba a la policía en la sangre”, dijo Salvador Vatalaro, padre del oficial Alejandro Vatalaro, de 27 años, uno de los policías asesinados. El hombre dijo que su hijo había egresado de la escuela policial en enero de este año.
“Yo siempre le decía que no se pusiera el uniforme porque me daba miedo, pero él me contestaba: ‘Papi, yo soy policía y llevo la ropa de policía. Yo entré para ser policía y soy policía’”, relató el hombre.
Según el hombre, su hijo estaba muy contento con su trabajo en la fuerza y se había comprado un auto con sus primeros sueldos como policía. “Se compró un autito porque tenía un sueldo, vivía feliz. Me decía: ‘Papi, ahora no te voy a pedir más plata’”, explicó el padre.
Alejandro Vatalaro tenía 27 años, era soltero y aún vivía con sus padres. Su padre dijo que “hacía como un mes que estaba como custodio en esa planta de transmisión. Estaba muy bien porque decía que era un lugar tranquilo. A Alejandro le habían dicho que si trabajaba ahí, se jubilaba ahí, porque es todo tranquilidad, ese lugar es una paz. Yo me quedaba tranquilo. Ir en un camión de caudales o perseguir delincuentes es más peligroso”, indicó.
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