Jueves, 7 de febrero de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
Para qué me curaste cuando estaba herío
si hoy me dejas de nuevo el corazón partío
Alejandro Sanz
Los partidos radicales no son un invento argentino. Nacieron a fines del siglo XIX o a principios del XX, como expresión de la pequeña burguesía reformista que emergía en el marco de la modernización económica con un objetivo unívoco: conquistar el sufragio universal y secreto y garantizar la institucionalidad democrática. En la mayoría de los países, los partidos radicales perdieron su razón de ser y se extinguieron una vez logrados estos objetivos. En Chile, el mayoritario Partido Radical fue reemplazado por la Democracia Cristiana como fuerza de centro y hoy prácticamente no existe. En Francia, el Partido Radical, antes el más poderoso, hoy araña el 2 por ciento de los votos.
En Argentina, en cambio, los golpes militares prolongaron la razón de ser del radicalismo: la democracia siguió siendo una bandera a defender y su eje programático continuó vigente, aunque obviamente contaminado por el típico pretorianismo argentino, que llevó a los radicales a defender la democracia pero también a apoyar golpes de Estado. Como sea, ésa era su bandera, su leit motiv, y no es casual que las elecciones de 1983, signadas por la voluntad de recuperar definitivamente la institucionalidad democrática, hayan sido las primeras en las que un radical se impuso limpiamente a un candidato peronista.
Con el paso de los años, la desactivación del poder militar y el afianzamiento de la democracia, el radicalismo se fue quedando sin programa. Otros temas, en general económicos, pasaron a ocupar el centro de la agenda. El tercer puesto de la UCR en las elecciones presidenciales de 1995 hacía prever un ocaso definitivo, del que se salvó mediante dos operaciones de bypass, ambas capitaneadas por Raúl Alfonsín, que le permitieron estirar su vida útil transitoriamente: la Alianza con el Frepaso y la candidatura presidencial de Roberto Lavagna. La potencia de la estrategia iba en paralelo con la magnitud de las ambiciones: si en 1999 el objetivo era derrotar a Menem y acceder a la presidencia, en el 2007 se trataba a apenas de meter unos diputados en el Congreso.
En “Los huérfanos de la política de partidos” (Desarrollo Económico nº 168), el sociólogo Juan Carlos Torre analiza la historia del bipartidismo argentino desde la recuperación democracia. Tras repasar una por una las elecciones entre 1983 y el “que se vayan todos”, concluye que las cosas no sucedieron del mismo modo en los dos grandes universos de la política argentina: mientras que el peronismo mantuvo a sus votantes relativamente estables, el sector no peronista, históricamente hegemonizado por la UCR, comenzó a dividirse en expresiones de centroizquierda (PI, Frepaso, ARI) y centroderecha (UCeDé, Acción por la República, Recrear). En números, Torre calcula en un sólido 37 por ciento la adhesión peronista, balanceada por un 18 por ciento de voto duro radical y un tercio del electorado que se comporta cada vez más como “votante independiente”, de centroderecha y centroizquierda.
La crisis del 2001, aunque afectó a toda la clase política, no golpeó del mismo modo en todos lados. Ernesto Calvo y Marcelo Escolar, en La nueva política de partidos en la Argentina, demuestran rigurosamente que la mayor parte del voto bronca y del apoyo a los candidatos antisistema de 2001, en los tiempos en los que Luis Zamora reinaba sobre la izquierda, provenían del hemisferio no peronista. La curiosidad argentina es que, a diferencia de lo que ocurrió en otros países que atravesaron crisis de representación similares, como Venezuela o Ecuador, la hecatombe aquí acabó sólo con la mitad (no peronista) del sistema de partidos.
Pero cuidado. Como señala Torre, la división entre peronistas y no peronistas no alude a programas o ideologías. Después de Menem y Kirchner, de Alfonsín y De la Rúa, ¿alguien podría afirmar seriamente que el peronismo es de izquierda o de derecha? Para Torre, el clivaje responde más a una cuestión de subculturas políticas, la radical asociada a las luchas cívicas por la libertad del sufragio, la peronista vinculada con los derechos sociales de los trabajadores. Mi tesis, completando el recorrido de Torre, es que la razón de ser del radicalismo a grandes rasgos está cumplida, mientras que la del peronismo se mantiene como asignatura pendiente. Esa es la razón histórica profunda –más allá de la incompetencia de De la Rúa, la falta de renovación en sus liderazgos y otros tanto problemas– que explica la debacle de uno frente a la supervivencia del otro.
Pero que carezca de un partido que lo represente no significa que el espacio radical, que a partir de ahora convendría llamar espacio no peronista, haya dejado de existir. La política ha cambiado mucho en los últimos tiempos. Es cierto que las lealtades partidarias tradicionales ya no son lo que eran, que las estructuras se han fragmentado y gelatinizado y que los liderazgos de popularidad (los primeros años de Kirchner en la Casa Rosada son una buena muestra) son capaces de alinear, reformular y reideologizar a los partidos. Pero no es menos cierto que la política argentina sigue dividida en dos hemisferios, que no son mitades ni exactas ni rígidas sino campos fluidos, en movimiento, pero que igual existen: hay un sector del electorado que prefiere no votar al peronismo y, dentro de él, un núcleo que no lo votará nunca.
Por eso, la decisión de Roberto Lavagna de retornar a sus orígenes mediante un acuerdo con Néstor Kirchner no neutraliza el espacio no peronista. Simplemente lo obliga a buscar otras opciones de liderazgo, la más potente de las cuales ahora parece la de Elisa Carrió, aunque también figuran en la lista el gobernador de Santa Fe, Hermes Binner, y el jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri, que a pesar de su semiperonismo no ha resultado completamente indigerible para los radicales, al menos a la luz del 60 por ciento de los votos que obtuvo en la última elección.
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