Lunes, 18 de septiembre de 2006 | Hoy
Por José Natanson
Sólo De la Rúa podía escribir un libro así: largo, leguleyo y plomizo, pero no plomizo como algunos cielos plomizos que son hermosos sino como la famosa predicción de Antonio Cafiero: un domingo sin fútbol y con De la Rúa presidente. En 542 páginas, Operación política busca articular una defensa jurídica basándose en testimonios, pruebas judiciales y supuestas contradicciones, combinada con una menos convincente defensa política. El objetivo es nítido: demostrar que las coimas en el Senado nunca existieron y que el episodio, igual que la salida de De la Rúa del gobierno, fue consecuencia de un malévolo complot destinado a dañarlo.
En el libro, el ex presidente cita fragmentos de los diferentes fallos judiciales, recurre a los archivos periodísticos y aprovecha para criticar a sus adversarios del momento, sobre todo a Carlos “Chacho” Alvarez y a Rodolfo Terragno, así como también a elogiar a los “funcionarios leales”, entre los que se destacan los dos procesados en la causa: Alberto Flamarique –al que describe como “brillante” y “talentoso”– y Fernando de Santibañes, “economista de prestigio y de exitosa actuación en bancos”, cuya experiencia “aseguraba reducir el gasto, reformar el organismo y darle transparencia” a la SIDE.
No hay, a lo largo de tantas páginas, ni un viso de autocrítica acerca de su gobierno. “Acechaban muchos intereses, la hostilidad del FMI y los obsesos del poder perdido en las urnas. No pueden olvidarse la dura herencia y los tiempos adversos, así como la conjura que trajo la violencia y el fin. Convoqué a la construcción de un país moderno, basado en el diálogo y el consenso (...). Debí gobernar en un período de marcada recesión mundial, al tiempo que me tocó administrar la deuda externa acumulada más grande de la historia”, sostiene De la Rúa. Sin explicaciones acerca de la política económica, los ajustes, la represión final en la Plaza de Mayo, califica de “golpe civil” su salida de la Casa Rosada, atribuye el fracaso a las circunstancias externas e incluso elogia algunas de sus medidas, entre ellas el portal Educ.ar que lideraba su hijo Aíto.
El estilo, con una abundante utilización de la tercera persona, es una mezcla notable entre el formalismo de la prosa jurídica y el inconfundible acartonamiento del radicalismo balbinista. Cuando uno lee el libro tiene la sensación de estar escuchando al ex presidente en uno de sus discursos por cadena nacional. “Su personalidad lúdica y fiestera, sus noches de fandango”, dice para describir a Pontaquarto; “El anónimo flameaba como una bandera echando sombras desde su ignominia”, agrega después.
Su objetivo, claro, es demostrar que las coimas fueron sólo un invento, para lo cual desempolva archivos, argumenta que el patrimonio de los senadores no creció luego del supuesto pago y busca contradicciones en los testimonios. Por ejemplo, dedica mucho espacio a describir el mobiliario de su despacho para demostrar que Mario Pontaquarto nunca estuvo allí. La conclusión del ex presidente es que se trató de un complot armado por Hugo Moyano y Antonio Cafiero, al que luego se sumó el duhaldismo, que quería tumbarlo, y finalmente el kirchnerismo, que para destacarse necesita denostarlo. Desde luego, en el análisis De la Rúa no logra responder a una pregunta básica: ¿qué maléfico comando central coordinó la aparición de tres testimonios que confirmaron los hechos: Emilio Cantarero, que luego se desdijo; Mario Pontaquarto, el primer arrepentido y Sandra Montero, la ex secretaria de Remo Constanzo? Como el testimonio de la mujer se conoció después de la publicación del libro, quizás ahora De la Rúa se tome otros seis años –y otras 500 páginas– para demostrar su falsedad.
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