ESPECIALES

Paren el mundo, please

 Por Martín Granovsky

Ya cuando se desplomó la segunda torre estaba claro que el mundo sería peor, y no mejor. Que tanta muerte traería más muerte y no más justicia y que Osama bin Laden no había irrumpido para mejorar el destino de los pobres del mundo. Un año después, cinco cosas parecen evidentes.

1 Los Estados Unidos son aún más poderosos que antes.
Si alguien pensó que el atentado de Bin Laden podía fisurar al imperio, se equivocó: la hegemonía norteamericana en el mundo es todavía más notable. El 11-S los Estados Unidos ya eran la potencia militar y económica dominante, y la superpotencia única. El atentado no solo no obligó a Washington a replegarse sino que le dio un argumento para ejercer su poder crudo y unilateral incluso con menos restricciones. Esta vez su propio territorio había sido el blanco del terrorismo, y entonces cualquier iniciativa diplomática o militar sería presentada como una acción en defensa propia.

2 El mundo no es más justo
sino más injusto.
Las muertes injustificables del 11-S generaron una vasta literatura. Según ella, el terrorismo internacional sólo se explica por condiciones de injusticia que lo explican y alimentan. El dato, con ser obvio, no es reversible. Está claro, un año después, que ni siquiera un atentado con más de tres mil muertos agudiza en los poderosos la sensibilidad ante la injusticia. Podía haber ocurrido por lucidez, por miedo o por el simple efecto del terremoto. Cuando la gente tiene la muerte delante de sus ojos, después suele vivir de otro modo. Pero no sucedió. El desplome de las torres de ningún modo provocó, por ejemplo, un giro del Fondo Monetario Internacional hacia la eliminación gradual de las condicionalidades que acostumbra a imponer a los países en crisis. Más bien lo contrario. Si no, ver el caso argentino.

3 Wall Street no entró en
crisis por el 11-S.
Los atentados perjudicaron a dos grandes sectores: el turismo y la aviación. Pero beneficiaron a la industria bélica y a la relacionada con la seguridad, un área que abarca desde el espionaje electrónico a la profusión de detectores de metales en cada aeropuerto. En cuanto a las finanzas, la burbuja del Nasdaq, el índice de las acciones del sector informático y de alta tecnología, ya se había pinchado antes de septiembre del 2001. La caída del valor de las acciones desde que asumió George W. Bush, en enero de ese mismo año, ya llegó al 37 por ciento, según la consultora Standard & Poors. Pero los análisis internacionales no atribuyen esa fenomenal pérdida de riqueza a Bin Laden sino, por citar algo concreto, a que un banco de inversión infle el valor de las acciones de una empresa porque al mismo tiempo tiene un contrato con ella.

4 Medio Oriente está más lejos de una solución, y no más cerca.
Erró quien expresó esperanzas de que el conflicto entre israelíes y palestinos se encarrilaría por un motivo: los Estados Unidos evitarían choques en una zona tan caliente porque buscarían concentrarse solo en la guerra en Afganistán, considerado como el principal santuario de Al–Qaida. En el último año el conflicto de Medio Oriente escaló con un nivel record de atentados suicidas e incursiones de los tanques israelíes en territorio palestino, Ariel Sharon se fortaleció y la Autoridad Palestina está en crisis y a merced del crecimiento de Hamas y otras opciones fundamentalistas.

5 Este mundo es muy malo
para la Argentina.
Cuando el país necesita sentarse a la mesa para pedir más justicia, más dinero y mayor acceso a mercados se encuentra con que del otro lado nadie quiere conversar de otra cosa que no sea seguridad, y así los temas corren el riesgo de militarizarse. Más aún: cuando alguien está dispuesto a hablar, termina sonando como la traducción a la economía del mismo salvajismo que puede expresar, digamos, un Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa a quien obsesiona lanzar una ofensiva militar contra Irak. Como Paul O’Neill no piensa especialmente en la Argentina, cuando lo hace su discurso parece, también, un discurso de guerra. Imaginen, en este caso, quién es el blanco. Y después de imaginarlo, escóndanse.

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