ESPECIALES

El equívoco como forma de la historia

Por Nicolás Casullo*

El particular “año argentino” que nos separa del furibundo ataque a las torres sin duda no fue el más propicio para acompañar, desde aquí y paso a paso, el significado de corte epocal que tuvo ese hecho en la crónica contemporánea. Esto sin olvidar que el perfil más frecuente del argentino se caracteriza por una acentuada desconsideración en cuanto a seguir al detalle los problemas internacionales, típico de países que se sintieron alguna vez con destinos manifiestos obnubiladores.
Pero los equívocos son parte de la historia y en ocasiones iluminan tanto o más que las lecturas adecuadas. Podría pensarse que la crisis que se desató en el país desde diciembre nos obligó –luego de cierta larga distracción en los ´90– a volver a mirar a EE.UU. como “viejo actor” relevante en nuestro desastre, justo cuando la potencia del mundo viraba hacia posiciones de nuevo cuño y de extrema intransigencia. A la conmoción mediática del ataque en Nueva York y Washington y el mes posterior de periodismo testimonial de alta dramaticidad, lo siguió en nuestro país un diluirse no sólo del hecho en sí, sino de la cuestión central que pasaron a representar las torres destrozadas.
Me refiero en primer término a que el suceso, como violencia concreta y simbólica extrema, no gestó en la Argentina como sí lo hizo en Europa occidental, por ejemplo, una palpable sensibilidad de agobio, un plano de depresión agregado en tanto conciencia de aflicción excesiva con respecto al mundo todo. Como si el campo de la violencia, de la muerte, de lo “inexplicable repentino” que se desató allá, fuesen la forma “en general” de nuestra rutina nacional. Como si en el último cuarto de siglo tuviésemos frente a los partos dolorosos de cada etapa de la historia un umbral más alto que otros de soportabilidad, de neutralización frente a lo descomunal, o un poco de indiscutible veteranía ante la crueldad de la historia en nuestra piel.
Pienso: una suerte de sano distanciamiento brechtiano luego de acontecido y tragado el primer cachetazo de lo no calculado, como modalidad de supervivencia. Algo que sentí entre conocidos, alumnos, gente, frente al atentado colosal. Digo, esta gimnasia existencial pesó más de entrada con respecto a la agresión sufrida por EE.UU, que un neto posicionamiento ideológico antinorteamericano, cosa que en el actual Buenos Aires de las puteadas masivas y el dólar añorado resulta un asunto de difícil comprensión.
Pero es en otro plano, más allá de aquel hecho resonante, donde el argentino creo que brilló por su desfase de conciencia o distracción autista, quizá como reacción feliz, afortunada, o increíblemente temeraria a la manera de una última armada Brancaleone gaucha. Me refiero a que la caída de las torres significó en el mundo algo que aquí tardó en ser percibido por nuestra “masa crítica” social ampliada: el nacimiento del tiempo policíaco Bush-cazabombardero, Latinoamérica como territorio a vigilar, limpiar y ajustar, el mundo ceñido a EE.UU., el fin de aquellas pluralidades poscaída del muro, la derechización contra todo tercerismo, las guerras futuras agendadas, el retroceso del antiglobalismo “terrorista”, y el quedar todos involucrados en ese “costo” cara de perro fijado alucinadamente por el extremismo republicano de Texas dueño coyuntural del orbe.
Datos todos éstos, desde las caídas de las torres, que el atribulado y empeñoso argentino, ilustrado o no, pasó por alto en medio de la crisis, cacerolazos, protestas, piqueteros, desocupación masiva, hambre multiplicada y políticos inútiles o delirantes. Recuerdo un Congreso sobre América latina en Pittsburgh en abril de este año, donde en una rueda de conversación representantes de distintos países coincidían, con cierta envidia mezclada con azoramiento y mirada piadosa, que “mientras las sociedades en todas partes viven después de las torres y más que nunca el miedo a los poderes políticos endurecidos, Argentina era el único lugar en la tierra donde el poder político estaba aterrorizado por la sociedad”.
De tal manera, que justo cuando el lobo volvió, como en la canción de infancia, la protesta argentina no sólo siguió jugando en el bosque, sino que en enero desde sectores fuertemente soliviantados y periodismo de canales insospechados de izquierdismo, emergió un clamor antiimperialista, antiyanqui, “anti-Imperio”, un latinoamericanismo unido detrás del Che Lula, que se mezcló con otra mirada argentina en las antípodas, sobre el mismo EE.UU. Aquella que desde la Rosada creyó en el FMI, el Tesoro, la administración Washington a la vieja usanza de los ´90, “porque a Estados Unidos era al primero que no le convenía que Argentina se cayese”. Una y otra hermenéutica sobre las Torres del 11 de setiembre resultaron un equívoco para gran parte de los argentinos, en cuanto a lo que realmente significó ese día en la historia del presente. A un año de la cuestión, ahora estamos perfectamente al tanto. Tan cierto como que todo es más gris.

*Ensayista, escritor.

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