ESPECIALES
BORES
Primera Plana, Nº 25,
30 de abril de 1963
La semana pasada deambuló a pie o en su automóvil, con una abultada agenda en la mano y sin demasiado tiempo para fijarse si las medias que llevaba hacían juego con el traje. Tato Bores abrió muchas veces esa agenda sobre la que garabateó números y letras. Dos preocupaciones o dos ocupaciones lo obligaron a correr de un lado a otro: el nacimiento de un hijo y su nueva aparición en TV, que se inicia el domingo próximo.
El hijo, Sebastián, de 3 kilos, es el segundo (el otro: Alejandro, de 5 años). El ciclo de TV es el tercero que hace con su libretista Carlos Warnes.
Los dos acontecimientos derivan en dos expectativas casi similares: “Apenas si pude estar un rato con mi mujer en el sanatorio. Al chico casi no lo he visto”. Pesa mucha melancolía en estas frases, mucha ingenuidad escondida entre un fárrago de palabras. La inquietud es la misma cuando se acuerda de su programa de TV: “Hay que hacer reír en serio. No salir del paso con cualquier cosa. Yo me estoy jugando todos los domingos”.
Este es el Tato Bores que también conviene descubrir; el otro, el que 20 minutos por semana aparece en la pantalla del televisor, con una desordenada peluca y un habano, es un reflejo, una consecuencia de este hombre de 1,60 de altura, 74 kilos, 36 años, que vive en un departamento de Bulnes y Libertador.
Las diferencias más visibles con el Tato Bores de la TV son escasas; un hablar más lento, pero no demasiado, un lenguaje directo y llano y una mejor percepción de su voz enronquecida, de su abundante gesticulación, de su franqueza casi infantil.
La inquietud que carcome a Tato Bores antes de empezar su programa no debe sorprender demasiado. “Yo era más gracioso a los 20 años, era un irresponsable, un fresco. A veces encuentro libretos viejos, de mi época de revistas, y me pregunto cómo los pude representar, cómo no me daba cuenta de lo malos que eran. Hoy volvería a hacerlos únicamente si de eso dependiera no morirme de hambre.” Bores sabe que él ha evolucionado, pero sabe que el público también y que el lugar que ocupa frente a ese público es una torre que no tiene que derrumbarse.
“Cada audición es como dar un examen. La macana es que no hay tres tipos delante de uno. Creo que hay más; por lo menos, cuatro. Empiezo el programa con un pánico loco y lo termino igual, destrozado como si hubiera subido al Tupungato.” Según Bores, la larga experiencia en el oficio no sirve de nada, no le sirve a él. “Cada vez es como si fuera la primera.”
Es una tensión que se inicia el lunes, con Warnes y su máquina de escribir al lado, y concluye el viernes, después de haber escrito y tachado, fumado y consumido whisky. “Si con eso bastara... ¿Y si el libreto no es muy bueno? Warnes descansa el viernes, pero el domingo me tengo que largar solo. No es tan simple como parece.”
El ahora responsable Bores alcanza otros extremos de cautela, rechazar ofertas para radio, teatro, para más emisiones de TV, inclusive. “No tengo capacidad para realizar varias cosas al mismo tiempo. No me da la cabeza. Con los 20 minutos del domingo me sobra. Yo no quiero repartirme, me saldría todo peor.” Por eso, además, sólo acepta trabajar seis meses al año, 26 programas desde mayo a octubre. “Me piden siempre: ‘Quédese un mes más’. Yo pienso, pienso. ¿Y si la gente se aburre, si la gente empieza a decir: ‘Eh, ya está bien, este tipo me cansa’? Prefiero que digan: ‘¡Lástima que terminó!’”.
No se trata solamente de un método de autoconservación, una coraza, sino de la necesidad de no defraudar. Después de quince años de éxitos en radio y teatro y de unos pocos films, Bores ha anclado en la televisión y parece dispuesto a no salir de allí: “Llego a más gente y eso me importa, que se diviertan: quiero llevarles un poco de risa. Si no me importara me pasaría la vida en el estudio, haría dos funciones por día, filmaría películas. Dejar de ser actor seis meses al año me cuesta dinero...”
Sin embargo, la fórmula de Bores le viene dejando óptimos dividendos. Siempre en domingo tuvo, en 1961 y 1962, excelentes índices de audiencia. Por un lado, gracias a los agudos monólogos sobre la actualidad que propone Warnes; por el otro, gracias al estilo comunicativo, desopilante, con que Bores los entrega al espectador. Dentro de esos monólogos, la política juega un papel preponderante y hasta ganó un personaje para el programa: el ingeniero Alvaro Alsogaray.
Sería erróneo pensar que la responsabilidad con que Bores se mueve en su tarea es una fría regla profesional. Es –y él no lo admite del todo– el resultado de un largo cariño por el público, o tal vez, el resultado de un largo cariño por todos sus semejantes, una actitud que Bores desparrama cuando habla de sus amigos, saluda a los porteros de Canal 9, cuando tutea a la mucama, cuando regala corbatas u ofrece su casa, su whisky, sus cigarrillos, sus cómodos sillones, su idioma repleto de lunfardo, de calle, de Buenos Aires.
“No soy un tipo al que nadie le importa nada. Me preocupo por todo. A la mañana me digo: ‘Tengo que cambiar’. ¿Pero cómo? ¿Ud. se da cuenta de todo lo que pasa? ¿Cómo se va a quedar tranquilo después de leer el diario, de mirar la cara de la gente? Y además soy chinchudo, soy parlatutti. La gente que me encuentra por primera vez me dice: ‘¡Qué distinto de la TV!’ ¡Qué le voy a hacer! Yo no soy gracioso, lo único que sé es contar cuentos bien.”
Tato Bores, ser humano, no consigue ocultar sus aristas; niega su evidente timidez, le da otro calificativo a su exigencia de comunicación con el mundo y sus habitantes. Son características que agrupa bajo una denominación: “Soy un tipo común”. Y que disfraza corriéndose a los márgenes de la charla: “Mi deporte favorito es cazar moscas” o “Soy maniático con la comida. No quiero engordar porque sí, quiero engordar con motivo”.
De pronto responde a una pregunta e informa que tiene veinte trajes; en seguida se vuelve atrás: “No ponga eso, alguien se puede molestar. Ponga que tengo los trajes que necesita un tipo que es vidriera pública”. Otra vez la frescura infantil que una voz ronca o un cabello un tanto ralo no logran disimular. Y al momento, de sopetón, mientras duda si atender el teléfono, una confesión: “Claro que me preocupa todo. Yo esperé muchos años, hice mucha amansadora; da trabajo llegar, seguir adelante, aunque Ud. sea un albañil o plomero o actor. A mí las cosas no me cayeron del cielo. Tres meses me pasé en un hall de Radio Belgrano, tres meses de cinco a once de la noche, esperando que apareciera un avisador para poder lanzarme solo en un programa, a las nueve, media hora para mí. Me ofrecieron salir con tandas y a las diez y media. Seguí esperando. Un día apareció el avisador. Esa es la vida. A los veinte años yo era un astro de la radio; sí, no es una exageración, era un astro. Después me encerré en el teatro y me esfumé; perdí el tiempo en el teatro, en la revista, en las boîtes. La boîte es un pan amargo de ganar, tenés que aguantarte a los borrachos que te dicen: ‘Che, Tatito, ese chiste ya lo oí antes’. No sé si perdí el tiempo en el teatro, pero fueron años que pasaron muy rápidamente. Ahora no quiero tenerle la vela a nadie”.
Desparramado en el sillón, Tato Bores es esa mezcla de sentimientos y una mezcla de antecedentes: el chico que abría puertas de coches en el Cervantes o tomaba mate con linyeras en la Costanera. El adolescente que ingresó en la escuela Otto Krause y nunca supo manejar una regla de cálculos. (“Y eso que lo elegí porque había que ir a la mañana y a la tarde.”) El muchacho que aprendía clarinete y tocaba las maracas en la orquesta de Luis Rolero, el mismo Mauricio Borensztein, nacido en una casa de Carlos Pellegrini y Tucumán, que una noche, en la despedida de soltero de Santos Lipesker, repartió unos chistes, sorprendió a Julio Porter y a Pepe Iglesias, y comenzó así su labor de actor cómico.
El mismo que está desesperado por llegar al sanatorio, por ultimar los detalles de su emisión de TV y que se va hacia atrás en los recuerdos: “Cuando hice la conscripción bajé doce kilos en un mes y después llegué a pesar ochenta y siete”. El mismo que asegura haber heredado la barriga del padre y los nervios de la madre. El mismo, en fin, que explica que su vertiginoso hablar en la TV viene de la primera vez que recitó en un escenario: “Tenía que decir: ‘¿Esto es América, verdad?’, y el miedo me obligó a largar las palabras de un tirón”.
Bores sabe inventar recursos, o sabe transformar en recursos un elemento casual, un rasgo de su carácter. “Para que no me molestaran en la boîte, dejé de vestirme bien, y me vestí de atorrante. Así podía decir cualquier cosa, un atorrante puede decir cualquier cosa. La pegué: nadie me embromó más. La peluca, el habano y los lentes sin vidrios que uso en la TV son algo parecido. A cara limpia Ud. no puede decirlo todo. Pero si se da un toque de locura, sí.”
Algo es evidente: Tato Bores es un notable humorista. Pero no es el resultado del favor de un público. El ha formado a su público y con armas verdaderas, sin demagogia, sin groserías. Dentro de cinco días tornará a enfrentarlo.
–¿Y Alsogaray? ¿Qué va a hacer sin él, ahora que no es ministro?
–No tiene nada que ver. En una de ésas, lo usamos de nuevo.
Sylvia Saítta y Luis Alberto Romero, Grandes entrevistas de la Historia Argentina (1879-1988), Buenos Aires, Punto de Lectura, 2002.
“Se ha hecho todo lo posible para localizar a todos los derechohabientes de los reportajes incluidos en este volumen. Queremos agradecer a todos los diarios, revistas y periodistas que han autorizado aquellos textos de los cuales declararon ser propietarios, así como también a todos los que de una forma u otra colaboraron y facilitaron la realización de esta obra.”