ESPECTáCULOS › “HISTORIAS MINIMAS”, DE CARLOS SORIN, IMPACTO AYER EN SAN SEBASTIAN

Cuando alcanza con sólo pedacitos de vida

La mayoría de sus actores no son actores. Nada definitivo ocurre en la historia. Los paisajes son desérticos y casi desalentadores. Pero hay una enorme vitalidad y ternura en los momentos de vida del segundo film en competencia en el Festival español.

El correntino Anibal Maldonado habló en guaraní, mientras tomaba mate. La muy tímida Javiera Bravo se puso a llorar, irremediablemente, sin poder responder a la única pregunta que le hicieron. El porteño Javier Lombardo hizo como que traducía lo que Maldonado decía. Mirándolos, como arrobado, el director Carlos Sorín parecía estar pensando que los protagonistas de Historias mínimas se merecían más que nadie la poderosa maquinaria de repercusión que significa un Festival como el de San Sebastián. Sorín habló y habló, luego de la primera de las tres pasadas de su película, que ayer ingresó en la competencia oficial. Lo hizo como quien se saca un peso de encima, luego de que en la primera función, poblada de críticos y periodistas, su película generase un cálido y extendido aplauso final. Todo fueron mieles para él en la conferencia de prensa, en que sus personajes terminaron haciendo de personajes.
Historias mínimas podría pensarse como la antítesis de la otra película nacional en competencia en San Sebastián, Lugares comunes, de Adolfo Aristarain, a la hora de relacionar el cine con la crisis argentina. En Historias mínimas se cuenta un pedazo de la vida de tres personas que no se conocen pero viven en el sur de la Patagonia, ajenos a toda posibilidad de épica, discurso y salvación individual. Los tres encontrarán algo que buscan, que no es la felicidad, ni un trabajo digno, ni una vida mejor, ni un sueño concretado, sino algo más bien pequeño y terrenal. Un viejito viaja 300 kilómetros buscando un perro que –dice– lo abandonó. Una mujer muy tímida busca un premio de un patético programa de televisión, un electrodoméstico que no podrá usar, porque su casa no tiene servicio de electricidad. Un viajante busca una excusa para acercarse a una joven viuda de la que está enamorado irremediablemente, transportando a través de la Patagonia una torta para un hijo que no sabe si es varón o nena.
Lo que Sorín hace es narrar esos tres pedacitos mínimos de vida contrastándolos con un entorno de soledad, viento y distancias siderales, en que la omnipresencia de la televisión marca que se está hablando de la Patagonia en el siglo XXI, no aquella del siglo XX que quedó pintada en sus dos obras anteriores, la notable La película del rey y la maldita Eternas sonrisas en New Jersey. Que Sorín, que se ha ganado la vida haciendo publicidad, haga una película tan pequeña y sencilla, en que la televisión es la visión de un mundo berreta y lejano, no dejó de llamar la atención a los periodistas de medio mundo que la aplaudieron, luego de haberse reído muchas veces durante la proyección. Tampoco es menor que el personaje en que se luce Lombardo –un actor conocido por sus personajes en publicidades, programas bizarros y ahora telenovelas– haya sido como su representante en el film. Lombardo es el hombre que sabe cómo vender cualquier cosa y siempre sonríe, mientras su vida personal está atada con hilos. El resto de los actores de la película no son profesionales, sino gente común haciendo de sí misma. Podría decirse que el de Sorín es el film de alguien que todavía cree en la gente, y el de Aristarain uno de alguien que dejó de tener certezas, y está rabioso por eso.
Cierta vez, en este mismo Festival, Aristarain estuvo a punto de no ganar un premio principal –la Concha de Oro a Un lugar en el mundo, como mejor película– porque un polaco que integraba el jurado sostenía que el cine no debía emocionar, toda una teoría crítica. Aristarain ganó porque la mayoría del jurado se inclinó por pensar lo contrario. Si el criterio de la emoción es central para juzgar films, hay posibilidades ciertas de que Historias mínimas se vaya con un premio de este Festival, que ayer lo recibió con los brazos abiertos. No son menores, tampoco, las posibilidades de Lugares comunes, tanto por el hecho de que Aristarain juega aquí casi de local como por el peso de las actuaciones de Federico Luppi y, sobre todo, la española Mercedes Sampietro. Todo el mundoargentino que gira por el Festival coincidía anoche, al cierre de esta edición, en una fiesta con empanadas y todo, organizada por el Instituto de Cine en el Hotel María Cristina, donde el correntino Maldonado amenazaba con hacer bailar chamamé a todo el mundo, munido de su acordeón.
Al respecto hubo ayer un anticipo: Rafa Russo, un madrileño hijo de argentinos, ganó el concurso de guiones organizados por la major estadounidense Universal, haciéndose acreedor a la friolera de un millón de euros (más de un millón de dólares). Russo, que tiene un hermano viviendo en el Tigre y manejando una pizzería, contará en la película que ahora está obligado a filmar la historia de un ex jugador de fútbol, que fue integrante de la Selección argentina que ganó el campeonato Mundial 1978 y luego no pegó una más en su vida. En el jurado lucía, rotunda, la presencia de Fernado Castets, el coguionista de Juan José Campanella en la aquí también más que exitosa y reconocida El hijo de la novia.
Tampoco fueron menores los elogios, esta vez del público, para el film argentino de animación Mercano el marciano, de Juan Antín, que participa de la sección competitiva “Made in Spanish 02”. Podría decirse que, hasta aquí, a horas del final del Festival que termina mañana, la película del joven realizador, que se estrena el jueves que viene en Buenos Aires, fue la que mayores elogios generó entre las seis nacionales que participan de esa competencia, por un premio de 18 mil euros. De los argentinos es también, hasta ahora, la que más votos tiene para el “Premio de la juventud”, un fenómeno en buena parte atribuible a su desparpajo, atrevimiento y originalidad. Nadie puede creer aquí que Antín and Co. hayan imaginado a Mercano saqueando una casa de computadoras antes de los hechos de diciembre pasado, en aquella Argentina que hacía como que gobernaba un hombre que hacía como que era presidente.

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Javier Lombardo es la única cara reconocible entre la gente común de la película de Sorín.
 
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